Es de noche, está terminando octubre. La garúa se precipita fina e intensa. Cae lenta y la ciudad se vuelve turbia. Leo sale de cursar en el Normal 3. Monta en su bicicleta de carrera. Está bajo techo en la explanada de ingreso al profesorado. Carga su walkman con un TDK de 90 que saca del bolsillo de su mochila. El casete tiene un sticker de papel blanco pegado en el lado A. El sticker lleva escrito con birome negra lo siguiente: Time Out of Mind (1997). Leo se calza los auriculares de vincha en sus oídos y engancha el dispositivo al cinto. Presiona el play. Escucha que la banda se acomoda, un órgano comienza a hacer sonar notas como un pulso sanguíneo. De repente Bob Dylan canta: “I’m walkin’, through streets that are dead”. Leo se sube el cierre del pilotín hasta el cuello. A lo Clint Eastwood, despide con un movimiento de cabeza y media sonrisa a unas compañeras que pasan a su lado. Las ve reír y correr bajo la llovizna. Pulsa el stop del walkman, luego el fast foward para adelantar algunas canciones. Busca una en particular. Deja pasar unos cuantos segundos, los carretes se trafican cinta, pulsa stop y nuevamente play. Vuelve a sonar la música. Ahora sí arranca a pedalear. Comienza a desandar el camino que lo trajo desde su casa. Recorre las primeras cinco cuadras bajo una idiota cortina de agua. Al llegar a la intersección de Presidente Roca y Cerrito, aminora la marcha sin frenar y estira el cuello para ver si viene algún auto. Entonces sucede lo que Leo no anticipa: una luz lo envuelve por detrás, siente que la bicicleta recibe un impacto como un tackle de rugby y el equilibrio entra en crisis. Desde los auriculares, la voz desértica de Bob Dylan suspira al oído de Leo la siguiente frase: “It’s not dark yet, but it’s getting there”. Son las 23:15. La mente de Leo se apaga como quien tironea el cable de un televisor encendido.

Ahora son las 00:27. Pasó una hora y 12 minutos desde que sucedió el accidente. La duración exacta del disco Time Out of Mind.  Leo vuelve a conectar con su mente. Se despierta en la penumbra de una habitación del Clemente Álvarez. Junto a él está su madre parada a un costado de la camilla. Lo mira con la paz que se mira a un resurrecto, mientras le acaricia la mano derecha. Nunca se supo quién lo atropelló, ni con qué fue atropellado. Un vecino lo encontró tirado en el medio de la calle, como un cristo devaluado, con el rostro húmedo apuntando al cielo. A su lado, la bicicleta destrozada. Leo no sufrió ninguna fractura, ni siquiera un raspón. Tampoco robaron sus cosas. Sólo un golpe en la cabeza que le provocó un leve daño cerebral y una lesión de por vida en su oído izquierdo. Lesión que descarta la gratuidad de un posible milagro.

Me gusta esta idea: existen diferentes discos que son parte de diferentes momentos de nuestras vidas. Están los iniciáticos que te invitan a ingresar en el universo de las canciones o aquellos de los que te enamoraste a primera escucha. Esos quedan para siempre en tu discografía del sentimiento y volvés a escucharlos cada vez que los necesitás. Hasta acá, todo muy bonito. Ahora bien, la historia de Leo sobre su experiencia con un disco en particular y su mismísimo creador, por lo pronto ha alcanzado pinceladas metafísicas e inverosímiles. ¿Hasta dónde uno puede conectarse con el artista y su obra? Uno, un rosarino. ¿Cómo puede un disco condicionar el destino de quien lo escucha? El destino de un rosarino en su laberinto. ¿Qué portales de lo absurdo necesitamos abrir para creer en los artificios del arte? Al escribir estas preguntas me siento Jack Palance presentando aquello de: ¡aunque usted no lo crea!  

Leo conoce la existencia de Bob Dylan siendo un niño. Descubre un casete grabado en el que escucha que alguien canta y rasga notas en una guitarra criolla. Es una canción en un inglés sarasaseado. ¿Papá, qué es esto?, pregunta Leo. Soy yo tocando y cantando Like a Rolling Stone, le responde su padre. Luego, revisa la caja de zapatos en donde guardan los casetes y elige uno. Tomá, ponelo. Le pasa a su hijo el Bob Dylan Greatest Hits Vol. 1. Leo lo carga en el pasacasete, da play y al ritmo del tamborcito marchante de Rainy Day Woman #12 & 35 comienza su prematuro viaje por la dylanmanía. A medida que pasen los años desarrollará su fanatismo. Va a ir descubriendo los discos del artista al azar e irá fijando posición entre sus preferidos. Ideará teorías al respecto: que The Times They Are a-Changin’, Blonde on Blonde, Nashville Skyline definen al Dylan camaleónico de los 60s; que desde Blood on the Tracks a Slow Train Coming hay un viaje de la caravana a la redención en los 70s; con Infidels y Oh Mercy se consagra como un señor cristiano con migraña que irá surcando, atormentado, la moderna década del 80. De esta manera, entre divagues y sentencias va poniendo su propia lupa filosófica sobre la obra del artista. Leo no es músico ni periodista de rock, trabaja en una distribuidora de golosinas y es un cruzado dylanista, o dylanero, o un love sick Dylan, si es que existen estas clasificaciones. Es un estudioso de la obra de Bob pero sin perder nunca su condición de ciudadano de a pie. Lo conocí a finales de la década del noventa, estudiábamos juntos magisterio en el Normal 3, turno noche. Yo pude recibirme, Leo desistió en el intento.

Es de noche. Esta vez es marzo. Pasó una década del misterioso accidente de Leo. La historia de la música le hace una caricia a la ciudad de Rosario. Por primera y única vez Bob Dylan da un concierto en ella. Es en el hipódromo y Leo tiene su asiento sobre el pasillo central, a tan sólo 10 filas del escenario, justo antes del acceso a las ubicaciones VIP. A su lado están los dos patovicas que filtran el ingreso al sector exclusivo. Estos detalles que se describen parecen intrascendentes pero no lo son. 

La banda hace su trabajo de manera impecable. El público modoso lo disfruta desde sus asientos, nadie se para. Ahora suena Like a Rolling Stone, es el último tema de la lista antes de los bises. Uno de los empleados de seguridad le dice a su compañero: después de que termine esta canción, dejamos que se manden todos para adelante. Leo lo escucha y sin dudar un segundo le pregunta al patovica si ya puede ir yendo hacia el escenario. Los patovicas se miran entre sí y aceptan con un dale. Lo dejan pasar. Leo va caminando tranquilo hacia el borde del escenario, sin llamar la atención del resto. Al llegar se acoda como en la barra de un bar, frente al mismo Bob Dylan, que en ese momento está saludando a su público con los brazos en alto, quieto, es un trofeo humano alzado por los aplausos. Están por comenzar los bises. Dylan y Leo se miran fijamente a los ojos, apenas dos metros los separan. Bob Dylan da un paso para acortar la distancia y levemente se agacha hacia Leo. Sin dejar de mirarlo le dice en un castellano rumiado con timbre yanqui: “La próxima ponete casco, boludo. Yo sé lo que te digo”. Bob Dylan vuelve a su puesto. Primero hay silencio, luego cuerdas que se afinan. Leo extasiado tiene la sonrisa tatuada en su rostro, comienzan los golpes del tambor de Rainy Day Woman #12 & 35, son los bises. Ahora sí, el público se levanta de sus butacas y se agolpa debajo del escenario, cantan y bailan alrededor de Leo. Su felicidad se expande en el anonimato de un ritual que no volverá a repetirse.  

Cada vez que escucho a Bob Dylan recupero esta historia. La mayoría de las veces sólo la contemplo, otras, la vuelvo a crear. La historia de un rosarino que adora una obra con pasión sobrenatural. Yo que soy de fe débil, siempre dudé si creer o no en el relato de Leo; pero él lo tiene que contar como una verdad revelada, preocupado por los temores de su pensamiento y no por los ingeniosos artificios de su imaginación. Lo hará, una y otra vez, con la convicción de un sacerdote, con la intoxicación de un predicador.

Hace mucho tiempo que no me cruzo con Leo, sin embargo, pienso: no está oscuro aún. Entonces, enderezo la espalda y hago crujir los huesos de mi columna sobre el respaldo de la silla. Miro el teclado y luego el monitor. Exhalo lo que queda de aire en mis pulmones. Tengo la obligación de creer. Voy a seguir escribiendo.

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