Y ahora están en la casa de Cintia, a donde llegaron hace un rato. Están en el dormitorio, desnudos, tirados sobre la cama, mientras él va besando y mordiendo la superficie de su cuerpo tenso. Cada vez que sus labios llegan a uno de sus puntos erógenos, que no se sitúan solamente en la zona de los genitales, ya que pueden estar en cualquier parte de su piel tersa, ella gime, gozosa. O llorisquea, manifestando, también de esa forma, el placer que le produce el recorrido experto de su lengua.

Hasta que, excitada terriblemente por ese trabajo de lamidas y succiones que él practica, se abalanza sobre su verga, para chuparla. La verga se inflama, de inmediato, por lo que ella se pone a acariciarla, primero, y a tironearla, después, hasta que queda tan roja como enhiesta.

¡Vení, papito!…, exclama entonces, poniéndose de espaldas sobre la cama, con sus gruesos muslos bien abiertos, para que su sexo quede al descubierto, hecho una ofrenda húmeda que late intensamente, a la espera de que lo penetre.

Él se abalanza sobre ella, dispuesto a penetrarla. Pero cuando intenta hacerlo, la verga se desinfla de golpe, como si fuera un globo aéreo al que acaba de atravesar un disparo enemigo. Y se cae, como si asimismo fuera ese globo pinchado, de manera irremisible, fatal e inevitable.

Por un momento se quedan así, en esa posición fallida, hasta que ella le pregunta, sobresaltada:

¿Qué pasa, papá?…

No sé, dice él, quedamente. Después, se corre de ese lugar inviable, echándose sobre la cama mirando el techo, sin hablar. Ella se sienta, fastidiada, y tocándole un brazo pregunta:

¿No te gusto?…

¡No, por Dios!…, le responde. ¡Me gustás un montón!…

No te entiendo, nene, ahora replica ella. ¿No serás trolo, vos?…

¡No, pará!…, le contesta. ¡Eso ni en pedo!…

Y bueno, entonces no tiene explicación, dice Cintia, levantándose de la cama. Después de un rato, él también se levanta y se va, sin despedirse.

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