Al otro día, anda caminando por el boulevard. Se quedó toda la noche dando vueltas por la calle, tratando de entender lo que le había pasado con Cintia, sin poder comprenderlo.

Nunca le había pasado una cosa así, que el de abajo se cayera, de la peor manera. Como si de golpe hubiera hecho paro, pero no parándose, sino agachándose.

¡Qué hijo de puta! …, se dice, como si estuviese hablando de otro, no de él. Es que lo vivido anoche le parece propio de otra persona, no de la suya. Pero no hay dudas de que eso le ocurrió a él.

De pronto, siente que no puede estar seguro de nada. Ni de la vida, ni de las mujeres, ni, mucho menos, de esa parte suya que se inflama y se yergue, potente, cuando una mujer lo atrae, aunque recién se hayan visto.

Se acuerda, entonces, de un tema que cantaba su viejo, cuando volvía del laburo. Decía, al principio: “Mira cómo se menea / Cómo le gusta caminar / Suavecito como la marea /
Su mirada te puede matar”… Se pone a canturrearlo, para adentro, mientras camina sin rumbo alguno, dejándose llevar por sus pasos. 

Unos perros salen de una casa y se le acercan, ladrando. Hay uno más grande, y más viejo, que lo torea de cerca, mientras los otros hacen lo mismo, pero poniéndose detrás. Siempre hay uno que manda, piensa entonces, extrapolando lo que ve a lo que encuentra todos los días en el trabajo. Como no reacciona ante el ataque canino, para salir del foco perceptivo de los perros, los bichos lo abandonan a los pocos metros, y él sigue caminando solo, y tranquilo.

Recuerda ahora otra parte de esa canción que cantaba el viejo, cuando volvía por las tardes: “No la dejes ir, no la dejes ir / ¿Por qué? Te lo digo yo / ¿Quién es? Violeta / Y se va sin decir adiós” … No la dejes ir, se repite, reproduciendo su ritmo pegadizo. La frase tiene, para él, algo de mandato, por lo que se pone a pensar en Cintia. Sabe que lo que hizo fue un papelón, o en todo caso, y más precisamente, que lo que le ocurrió anoche fue un papelón. ¡Pero cómo se lo hago entender! …, se pregunta, sin encontrar respuesta. Una mina como Cintia no va a aceptar fácilmente que, en vez de sostenerse erguido, el de abajo se cayera, justo cuando lo estaba llamando. De todos modos, considera, debe intentarlo.

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