No fue una tarde. Yo estaba. Fue en la pieza a la que entré, o me hicieron entrar, no más que eso. Mucho no pasó, o si pasó no importa. Vemos, en lo que pasa, algo, y ubicamos mentalmente. Ahí una cosa que pasó. Las cosas pasan y van, se depositan ahí, sedimentos. Sin un de qué, o por qué, se acumulan y pesan, muchas. Me miraba. Yo no. O puede que yo le mirara y a mí no me estuviera mirando. No importa. No había cruce de miradas. Lo que recuerdo es que había una necesidad expresa de no avanzar. Y no avanzaba. Yo veía, algo, otra cosa. Vemos. Según en algún momento me dice, había pasado algo en la semana anterior. Pregunté si otra vez lo mismo, lo de siempre, porque lo de siempre me tenía, ya, cansado, harto, y dice que no, que hay algo, ahora, diferente, y que sin duda, pero sin ninguna duda, emociona. Me sorprende y emociona tanta sinceridad. Aunque no cayó una lágrima, y tampoco sentí que casi cayera, casi se me cae una lágrima. Fue increíble. Pensando sobre todo que, en ese mismo lugar, ahí donde eso era, había pasado tanto. Seguíamos sin mirarnos, porque no nos mirábamos y etc. Lo acepté, claro. No imaginé ni por asomo la posibilidad de haber mirado, porque la cosa no iba por ahí, ni en ese momento ni en ese lugar y, por si todo eso, que no es poco, fuera poco, con esa persona. Casi se me cae una lágrima. Ya sé que no, pero casi. Aunque no sentí que casi cayera. Cuando el relato terminó quedé conmovido. La conmoción fue creciendo de manera casi reglada, medida, y mientras crecía la iba sintiendo con una especie de barómetro sentimental que, de chico, tengo. Hace mucho. Qué historia, le digo. No me miró. De algún modo, toda la reunión se sostenía en el no mirar. Tampoco miré yo cuando dije qué historia; me limité a decir: qué historia. Y todo ahí. Tenía varias dudas, y no hubiese ni intentado despejarlas de no ser por lo mucho que molestaban. Me fui acercando a ciertas preguntas y, con esas preguntas, me fui acercando a ciertas respuestas, respuestas que a veces me conformaban, a veces no me conformaban, y a veces producían poco más que indiferencia. El entorno disponía en mí una cierta exigencia de entendimiento que reforzaba la seriedad de la palabra. El lugar funcionaba como agravante. Lo circunstanciado del hecho hacía que cada pregunta y cada respuesta se envolvieran en un manto de si se quiere solemnidad. Me levanto. Veo que la ventana da para afuera. Me acerco a la ventana y veo para afuera. Nada. Estaba de espaldas a la sala pero sabía que, en ese momento, no me miraba. Ni siquiera una ojeada del que aprovecha para ver, a escondidas, algo. Ni eso. Pero lo mismo yo. Puede que, cuando me levanté para ir a la ventana, su figura haya entrado en mi campo visual, que es de 180, como casi todos, pero no por eso puedo decir que miré. Fue más bien el movimiento borroso de lo que pasa en la punta de lo que capta el ojo, eso que da la señal para que giremos y lo centremos, entendamos y, ahora sí, miremos. Fue ese movimiento borroso. Pero fue ese movimiento borroso sin movimiento, porque a decir verdad no se movía. En la calle, nada. Pienso. No fue una tarde. No fue una tarde porque era de noche. Como no fue una tarde y era de noche la calle se deshacía en negrura, la luz no andaba: nada miraba, tampoco, la calle. Por un momento pensé que estaba mirando la calle, pero lo cierto es que no estaba mirando la calle. Miraba. Y esperaba ahí, parado, que vuelva alguna fuerza para girar y ver, al fin, ver. Porque las cosas pasaban, habían pasado, estaban pasando. Se sostenía en el ambiente la tensión de la anécdota que, después de ser dicha y conmoverme casi hasta las lágrimas, quedó quieta. La anécdota flotaba en la sala. Y qué historia, había dicho. Nada más. Me recubría ahora la soledad de lo que no es mirado por nada. Y no veía tampoco nada. Pero tenía que convencerme de que había algo, en medio de todo ese germen, que hacer. Qué historia y algo más; siempre se puede dar un paso más, en algo, en todo. Pensé que había algo más. Me di vuelta y no miré, de nuevo, y enfilé a la silla. Ya sentado había que hacer algo, el plan era ese, y ahí, y ahora, y recto. Podía irme, porque a fin de cuentas ahí no vivía. No era, nada, obligación. Pero no podía terminar en eso, en algo tan hueco de miradas y palabras. Qué historia y algo más; ¿Y hay alguna solución? ¿Se puede hacer algo?, dije y crucé unos brazos que nadie vio. Quería ayudar. Y fue de repente que noté que quería ayudar, hacer algo que sumara, de algún modo, a la causa. Pero de inmediato supe que no entendía si quería hacer algo por la causa o si la situación se había vuelto una causa en sí, algo que tenía que arreglar para no dejar en la memoria una anécdota seca, casi vacía. Y pienso ahora que puede que sí haya sido una tarde, porque hay partes que no tengo, y no sé si lo de la ventana pasó ese día o si pasó otro día, aunque sé que lo de la ventana pasó en ese lugar al que entré, o me hicieron entrar, y que en algún momento vi que la ventana daba a la calle y me asomé a ver, y que me encontré con que la calle se deshacía en negrura y no era vista. Pero no sé. Fue ahí que me dio un abrazo. Pero no cuadra con nada. Si hasta ese momento no nos habíamos mirado, según me parece. No cuadra. Pero creo que en ese momento tampoco cuadraba; lo dejé llevar, me dejé llevar, también ofrecí un abrazo porque no hacerlo sería una imprudencia de lo sensible, o moral, algo de lo que sabía que me arrepentiría. De ese abrazo que creo que me dio, pero no estoy al cien seguro, pensé que debía corresponderlo, ofrecer otro igual o más cálido, aunque la situación me pareciera rara y hasta inconcebible. Calculé todo porque la situación era tensa, un acopio de nervaduras sentimentales que me ponían incómodo. Tengo la imagen fija del abrazo. Fue el contacto humano más certero en mucho tiempo, y hasta hoy mantiene el puesto. Casi se me cae una lágrima. Y casi se me cae una lágrima ahora que lo recuerdo. Fue un abrazo fuerte, tengo la imagen fija. Creo.

*Estudiante de Letras.

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