Yo no sé, no. En la radio la locutora había dicho que después del mediodía el cielo iba a ser ganado por las nubes y para la tardecita la posibilidad de fuertes vientos era muy alta. A Pedro lo mandaron apenas llegó de la escuela a ir por velas, un par de litros de kerosén y seis pilas grandes: tres para la linterna y tres para la radio. La radio llevaba cuatro, pero no alcanzaba para cambiarlas a todas y una iba a quedar como la más viejita, con media carga. Primero fue por el kerosén a lo de don Agustín, el señor que por Iriondo casi Quintana vendía suelto ese preciado combustible que necesitaban las lámparas.

Cuando doña Felipa, que desde su verdulería siempre estaba atenta, le dijo que don Agustín no estaba en ese momento, Pedro siguió viaje para el lado de Lagos. Para eso de la una del mediodía, el viento anunciado se adelantó con unas ráfagas que iban de menor a mayor y las nubes dejaron caer las primeras gotas frías, demasiado frías para ese abril, lo que hizo que Pedro apurara el paso. Pensó en llegar hasta Seguí y Lagos, a lo de Lopérgolo (la estación de servicio), para hacer una diferencia y que le sobraran unas monedas. Tenía su riesgo: “Si se larga con toda se me van a mojar las pilas y adiós, entre otras cosas, al radioteatro de la 7 de la tarde, Hormiga Negra, de Alfonso Amigo”. Igual se arriesgó.

Las pilas las compró en Vera Mujica y Biedma y las velas en el bazar de al lado de Batistesa, ya que de paso tenía que averiguar el precio de una pava chica. Tenía la idea de que tener una pava propia lo acercaba a una cierta independencia. Tenía casi 8 años y le volaba la cabeza imaginar que lo vieran las pibas de la cuadra con su propio equipo de mate. Pasando por la plaza Galicia, un sonido le decía que desde ese día en más las bajas temperaturas serían frecuentes: ya no sonaban los heladeros y sí sonaron fuerte las cornetas de los churreros. Se aguantó la tentación de comprarse un par porque tenía que ahorrar para la pava. Tenía un chanchito de plástico medio cansadito de tantas operaciones de emergencia en su panza, donde había un agujero tapado con un bollo de papel de diario.

Cuando apenas había recorrido los primeros metros del regreso a casa con las velas, las pilas y los dos litros de kerosén, se dio cuenta del error que había cometido: las seis monedas de 10 centavos del último vuelto, que irían al canuto, estaban empapadas y con un fuerte perfume difícil de disimular. Para colmo, cada vez que tardaba en algún mandado, la madre, que tenía un olfato muy fino, lo esperaba y sin acercarse lo escaneaba de punta a punta. Es que una tarde le había encontrado medio cigarrillo marca Clayton, de los que fumaban los viejos de él. Cuando dobló por Biedma se encontró con Graciela que apurada iba a la granja protegiéndose de los gotones que ya caían. Casi le pregunta por la hermana, pero cambió de idea al notar que los dos caramelos Mu Mu estaban junto a las seis monedas perfumadas. Es un mal presagio, pensó.

A eso de las siete y media de la tarde, estaba todo oscuro y el capítulo de Hormiga Negra no se transmitió porque el fuerte viento afectó a la emisora. Recostado, después del café con leche medio tardío y mientras miraba la luz de la lámpara, a Pedro le vino una fugaz pesadilla: que el chanchito se enojaba por el olor a las últimas monedas, empezaba a correr y su panza se prendía fuego. Luego, un trueno lo despertó. Miró las últimas hojas verdes del álamo, que parecían querer entrar por la ventana, cerró los ojos pensando en que ya tenía una pavita para él solo y empezó a soñar, entre otras cosas, con la sonrisa de la hermana de Graciela.

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