Sorprendido, se da vuelta. El que ahora le habla es el Mencho, que viene caminando en su dirección.

¿Qué hacés loco, qué te pasa?…, lo interroga el otro, amistoso.

¡Uh, nada!…, le responde. Se ha detenido frente a él, y lo mira como si se tratase de un aparecido, mientras el jadeo comienza a disminuir.

Me agarró como una locura, le dice después, tomando aire con intensidad. El aire llega, pleno, hasta sus pulmones. Él sigue mirando al Mencho, tratando de entender qué es lo que ocurre: qué era eso que recién escuchaba, qué hace el Mencho en ese lugar; qué relación hay, si es que existe, entre una cosa y la otra.

Sabés qué pasa, loco, le dice entonces el recién llegado, vos andás como bola sin manija. Andás como ciego en la neblina, continúa, al tiempo que saca un pucho torcido del bolsillo de la camisa. Lo enciende con cierta parsimonia, aspirando una bocanada profunda. Después se lo ofrece, justo cuando un aroma dulzón, penetrante, le llega hasta la nariz. Sin decir nada lo agarra y le da también una pitada profunda. Traga el humo sabiendo que, al poco tiempo, un cúmulo de sensaciones placenteras lo va a invadir: espera que eso lo ayude a zafar de los ataques de locura que, como recién, lo van asaltando con más frecuencia últimamente.

Vos necesitás distraerte, divertirte un poco, le dice el Mencho. No se puede andar todo el día como loco, de aquí para allá, llevando a los rajes unos encargos piojosos que no te dan ni para la leche de los pibes.

Y si, se defiende él, mirando para otro lado. La canchita sigue desierta y ese diálogo con el Mencho se le ocurre que tampoco existe, que es tan sólo fruto de su imaginación. Pero existe, porque el Mencho le sigue diciendo:

Mañana vamos a la cancha con los muchachos. ¿Querés venir con nosotros?… ¡Mirá que nos juntamos temprano!…

¿Adónde?…, le pregunta.

¡Adónde va a ser!…, responde el otro, ¡en la esquina del boliche!… 

¡Y bueno!…, exclama. Hace mucho que no va a la cancha, pero decide volver a hacerlo.

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