Estaba fresco en la temprana mañana y en el sur de la ciudad, esos aires del otoño avanzado empezaban a curtir la piel del rostro, los labios se amorataban, las manos se agrietaban. La esquina de Entre Ríos y Boulevard Zavalla se veía gris, ese gris de la ceniza cuando todo ha sido destruido. Crucé la calle con mis útiles en el brazo -no me gustaba, por ese entonces, llevar portafolio. Eran días en los que el avance del agua nos perturbaba a todos. El sueño era cortado, las pesadillas interminables. Las horas del día marchaban al son del hidrómetro del puerto local. El Río Salado venía desmadrado y amenazante por el norte y el oeste… Ya había entrado en Recreo, cerca de Santa Fe. No sabía con qué me iba a encontrar en la escuela…

¿Estaría la Romi, esa chiquita flacucha y pecosa que esperaba con ansias su cumple de 15? ¿O la Erika tan segura de sí misma, tan afilada en los comentarios y en su deseo de estudiar enfermería? ¿Andaría por ahí Omarcito, ese pibe que laburaba con el padre cartoneando durante las noches en el centro santafesino, y por ese “trabajo” era imposible que estuviera sentado alguna vez? ¿Aparecería el Cumpi Rosales, ese flaco alto y con dificultades en el habla que siempre me decía: “No es con usté profe, es con este cara’e verga”? Y sonreía por la irrupción de un lenguaje que sabía inapropiado para dirigirse al compañero en ese contexto, pero que tácitamente habíamos acordado en dejar pasar. ¿Habrían podido salir de sus barrios, cubiertos por el Salado, los profes y el personal de secretaría de la escuela?

La inundación ya había cubierto un tercio de la ciudad de Santa Fe, el sector noroeste y el sector suroeste estaban bajo las turbias aguas del río. Ese 29 de Abril de 2003 el desborde del Río Salado dejó tapadas las casas, las pocas cositas con que muchos sobrevivían en la periferia de la ciudad, pero destapó la ineficacia y la desidia del gobierno del piloto de Fórmula 1 Carlos Alberto “Lole” Reutemann. El agua ingresó a la ciudad por la abertura de una defensa no terminada.

Iba desgranando pena e incertidumbre en mis pasos. Iba taconeando mis botas de lluvia en la vereda musgosa donde el sol se ausenta siempre.

Llovía y si no llovía, lloviznaba. El frío parece un enemigo invencible cuando es húmedo: jamás se va. Y en esos días, en esos meses, el frío habitó los cuerpos y se apoderó de la esperanza de todos nosotros. Unas cuantas cuadras me separaban desde que bajaba del colectivo de la Línea 4 hasta llegar a “la Pascual Echagüe”, tal como se la conoce por estos pagos.

Crucé Boulevard Zavalla con la visión de la policía en la puerta de la escuela. Seguí unos pasos más hasta la entrada, giré para ingresar y lo primero que vi, me paralizó por completo. Un carro descolorido, con un caballo maltratado y viejo, se parapetaba en ese espacio tipo vestíbulo, breve y amarillento, que anticipa el patio y la galería de la escuela. Frené de golpe. Nunca supe por qué me invadió un enorme deseo de llorar. Empecé a llorar. Lloraba desconsoladamente pero en silencio. Me sigue doliendo cuando lo escribo. Sentía todo mi cuerpo cediendo a esa emoción inconmensurable de tristeza y horror. Ese picor frenético en los ojos. Ese verdadero llorar a mares. La irrupción del dolor iba dando lugar a la impotencia. Entre lágrimas podía ver los grupos de familias, pedazos de hogares, camas improvisadas sobre cartón y frazadas grises y escasas se esparcían en medio de chicos pequeños, algunos comiendo pan con dulce al calor de unas manos de vecinos quienes prontamente acudieron. Chicos durmiendo sobre diarios. Abuelas en sus sillas de rueda. Madres dando la teta en el suelo. Y no vi más. No quise. No pude. Giré sobre mis pies y salí. Caminé rápido casi corriendo. La mirada de una mujer policía desde un refilón quemante se estampó para siempre en mi retina. Yo seguí. Corría hacia el centro, hacia la parada, hacia donde sea. Los ojos hinchados, casi una línea horizontal como la flecha en su recorrido mortal.

Las y los docentes santafesinos no dudaron en organizar la ayuda. Foto: Santa Fe Documenta

Imprescindibles

(…) Existe otro colectivo, enorme e históricamente relegado al olvido, pero latente y vivo como un miocardio joven: los maestros y maestras santafesinos, los que inexplicablemente “siempre están”, los “imprescindibles” de Bertolt Brecht.

Los directivos y autoridades ministeriales de la época son tajantes a la hora de poner en palabras la dimensión del compromiso asumido por maestros, profesores, equipos directivos, personal no docente, asistentes escolares de la comunidad educativa santafesina en el marco del crimen hídrico de la Ciudad de Santa Fe y zonas aledañas. “Estuvieron ahí desde el primer momento” afirman. Aún aquellos que vieron sus hogares con el agua del Salado dentro de sus casas, aun así, inundados como otros vecinos de los barrios, ni bien pudieron, se acercaron a sus respectivas escuelas para ponerse a disposición y colaborar.

El agua vino de noche y al amanecer de ese 29 de Abril de 2003, los docentes comenzaron a trabajar, no sólo con sus manos, sino con su palabra, su abrazo, su mirada atenta y solidaria, su deambular para reunir a las familias. Pusieron su corazón y su porfiada fe en el mañana al servicio de sus pibes y las familias.

Los maestros y maestras; profesores y profesoras llevaron mantas, frazadas, ropa y zapatos de su propio ropero hogareño. Salieron a pedir colaboración a sus vecinos, a toda la cuadra, a las manzanas de la redonda. Organizaron los espacios escolares para alojar a quienes huían del agua, colocando colchones y colchonetas (material de Educación Física y muchos otros de sus propias casas o recolectados en los barrios o fruto de donaciones) en el piso del patio y de las aulas. Allí se sentaban y se acostaban las madres con sus hijos. Acompañaron a los chicos más grandecitos que andaban solos, para poder ubicar a alguien de su grupo familiar. Pasaron días y días hasta que lograron reunirse las familias, porque el agua llegó sorpresivamente y de madrugada y los adultos colocaron a los más pequeños en canoas, en improvisadas balsas o en gomones de prefectura con tal de salvarles la vida. No había celulares entonces, nada de eso… Nada. Sólo la radio, para quienes tenían radios a pila, porque faltó la energía eléctrica durante muchísimas horas en los días subsiguientes.

Buscaron comida, improvisaron mate cocido con pan en los primeros minutos, horas… Se fueron organizando para asistir en la emergencia con lo que había en la escuela. Hicieron campaña en sus barrios para recolectar ropa, frazadas, leche en polvo, agua, alimentos no perecederos, pañales… Donaron todo tipo de cosas y compraron de sus propios bolsillos.

Sin dudas, todo eso, aportó la docencia santafesina. Sin embargo, lo más importante quizás, fue que operó como contenedora, estableció un lazo afectivo muy importante y un lazo de vida absolutamente valioso, no sólo para los alumnos sino para todo el grupo familiar. Se organizaron actividades lúdicas, teatrales, musicales. Juegos, títeres, funciones de cine que hacían más llevaderas las horas en los centros de evacuados.

Con el tiempo, el agua fue retrocediendo y ahí nuevamente la docencia se arremangó –para usar un término coloquial- y fueron quienes junto con otros actores de la comunidad educativa, dedicaron tiempo y esfuerzo a limpiar, clasificar, ordenar, acomodar los edificios escolares para poder volver a clases. Esto no se dio de un día para el otro. Fue producto del tiempo transcurrido en semanas y meses, pero también del amor, la fortaleza, el desinterés y la voluntad. Las aulas volvieron a abrirse para transitar el ciclo lectivo claramente adaptado a reunir con un criterio reparador, aquellas herramientas que pudieran aportar al trabajo de contención y expresión de las vivencias de cada uno de los alumnos y alumnas. De la mano de las expresiones artísticas: música, educación plástica, producciones literarias, jornadas especiales organizadas por las escuelas con la puesta de obras de teatro, de títeres, de música con artistas de la ciudad que desinteresadamente trajeron alegría y magia a los patios y las veredas… La escuela transformó con valentía y creatividad ese impacto emocional indescriptible en producciones reparadoras y actividades de reflexión y compromiso con la comunidad.

Lo material pudo reacomodarse con el tiempo. Pero el tiempo faltó para sanar las heridas tan enormes que tenían grandes y chicos.

Así, la docencia fue el pilar más importante porque ¿adónde fue la familia cuando se inundó?

A la escuela. ¿Dónde corre la gente cuando hay un problema como éste o cuando necesita consultar? A la escuela. Y ¿por qué van a la escuela? Porque saben que la escuela les va a responder. Siempre, siempre, la escuela responde.

 

*Claudia Pandolfo es profesora en letras (Universidad Católica de Santa Fe), trabajó en distintas escuelas secundarias de la ciudad de Santa Fe. 

Esta publicación es un extracto del capítulo Maestras santafesinas durante la inundación. El hogar escuela, escrito por Claudia Pandolfo y publicado en el tomo dos de Maestras Argentinas (entre mandatos y transgresiones), compilado por Eduardo Mancini y Mariana Caballero. Editado por Centro Cultural La Toma, la Asociación Civil Inconsciente Colectivo y la Cooperativa de pensamiento Margarito Tereré.

Nota: La inundación de la Ciudad de Santa fe, en Abril de 2003, llegó luego de meses de intensas lluvias en la cuenca del Río Salado, que ingresa a la Provincia proveniente de Santiago del Estero por la Localidad de Villa Minetti. En toda la región se registraban precipitaciones muy por encima de la media normal. Diversos medios anticiparon en los meses precedentes sobre la inusual crecida del Río Salado, sin ser tenidos en cuenta por el gobierno provincial encabezado por Carlos Reutemann.

El lunes 28 de abril, sin que mediara orden de evacuación oficial, las aguas del río Salado comenzaron a ingresar a la ciudad atravesando un tramo inconcluso de las obras de defensa. La Casa de Derechos Humanos revelaría, más tarde, un total de 158 víctimas fatales. Aún hoy resuena en el sufrido pueblo de Santa Fe aquella frase con la cual intentó justificarse el gobernador Carlos Alberto Reutemann: “A mí nadie me avisó”. (Extracto de Maestras santafesinas durante la inundación)

 

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