En el marco de la megacausa Guerrieri IV, familiares de María Isabel Salinas y de Carlos Alberto Bosso pudieron declarar sobre sus desapariciones seguidas de muerte luego de 46 años de espera.

La primera en dar testimonio en esta audiencia de la megacausa Guerrieri IV es Mariana Bosso, hija de Carlos Alberto Bosso y de María Isabel Salinas. La pareja, oriunda de El Trébol, se casó en noviembre de 1975 y se vino a vivir a Rosario por la persecución política sufrida. Mariana fue capturada con su mamá y con su papá en 1977, pero días después la llevaron a casa de su familia paterna con dos cartas. La carta de su mamá decía qué comía y la de su papá aclaraba que no la podían cuidar. Ella cuenta que tuvo “una infancia muy compleja” y recuerda el pedido de su pediatra: que les dijera mamá a su abuela y papá a su abuelo. En un momento, la abuela se dio cuenta de que su hijo no iba a volver.

Luego de una ardua investigación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), la familia dio con el paradero de los restos de María y de Carlos, encontrados en el campo militar Laguna River en junio de 2010. “El trabajo antropológico fue indispensable”, celebra Mariana. El cuerpo de su papá tenía un tiro en el cráneo. Tanto él como su esposa estuvieron en cautiverio en el ex centro clandestino de detención La Calamita.

Ella rememora cómo su tío Julio Horacio Bosso sentía vergüenza. Jamás le habló de la militancia de su padre, que pasó por la Juventud Peronista y desembocó en Montoneros. Atravesó en silencio una “muy triste infancia”. Se le quiebra la voz cuando cuenta la disyuntiva identitaria a la que la sometió la última dictadura: las incesantes preguntas en el pueblo sobre por qué su mamá y su papá —en realidad, sus abuelos— eran tan grandes. En un gesto simbólico, hoy dos calles de El Trébol llevan los nombres de Carlos Alberto Bosso y de María Isabel Salinas.

La patota

Carlos Alberto Ravioli toma la posta de Mariana en la jornada de declaraciones testimoniales. Nació en Salto, un pueblo cercano al de la pareja. Repasa la década del setenta y hace hincapié en cómo la universidad que había sabido ser pública e irrestricta devino en limitacionista. Comenta la convulsión social ante la decisión de duplicar el precio del boleto —de 12,50 a 25 pesos— y comparte que se involucró con la política pese al contexto: hubo 60 desapariciones en la Facultad de Química. Él perseguía una salida democrática y habla de la consigna «Luche y vuelve», además de la apropiación ilegal de Papel Prensa por parte de los dueños de La Nación en una sala de tortura.

Carlos evoca también un refugio de la militancia de esa época conocido como “El Rancho Peronista”. Narra que una patota lo buscó hasta meterlo preso el 11 de abril de 1977. Pasó de “La Casita” a la Seccional 4ª. El 5 de mayo de ese año fue trasladado a Coronda. La Casita no pudo ser identificada, aunque era un lugar destinado para la tortura. “A ustedes no los vamos a matar”, decían sus capturadores, y aludían a la presión internacional como factor determinante en tal decisión. “Se van a pudrir en la cárcel”, contrastaban. A él lo condenaron a 14 años de prisión. Había estado detenido “un mes sin interrogatorio”, en una instancia en la que se produjo la caída de Carlos. Distingue esa coincidencia y esa falta de preguntas como algo “sintomático” que asocia con un potencial reconocimiento o con una culpabilización. Reafirma que Bosso estuvo en La Calamita.

Foto: Jorge Contrera

“Doy gracias a Dios por acompañar a Carlos y a Mari como puedo”, expresa. Y supone que la patota quiso vincularlo con la desaparición de Carlos. “Yo nunca estuve en Rosario”, aclara. Por último, aporta que Bosso y Salinas no tenían sobrenombres de militancia en Santa Fe.

El periodismo es libre

Tres gendarmes merodean por la sala cuando comienza a testimoniar Rubén Adalberto Pron. Conoció a Carlos en El Trébol y marca su diferencia etaria. Estudió Periodismo en La Plata y se muestra agradecido con la sensibilidad social de Carlos Bosso, quien colaboró con su periódico. El creía que era posible cambiar la situación en aquella época y generar condiciones de acceso a una vida mejor. En su juventud fue partícipe de esa lucha. En su adultez escribió un libro sobre la vida de la pareja. Relata que había sectores confrontados en la militancia peronista y que era muy difícil todo lo que hacían en la clandestinidad.

Dice que Horacio, hermano de Carlos, sabía que iban a entregarle a Mariana. Sus padres entendían que era muy improbable que volviera. Rubén pone en manifiesto la reflexión con la que cerró su libro: difundir detalles de la vida de Carlos le generó un debate interno de preguntas no respondidas, en tensión con la idea de sepultar el pasado. Reconoce estar “comprometido con un oficio que bien ejercido no debe faltar a la verdad”. Destaca el “argumento categórico de Mariana”, que le implicó por fin poder asimilar la ausencia mediante el entierro de los restos.

La desaparición

Liliana Salinas continúa la tanda de declaraciones. Es hermana de María y cuñada de Carlos. En su relato menciona a la Juventud Peronista y describe a María Isabel como una persona muy solidaria que fue “la primera en la familia en entrar a la universidad”. El 8 de septiembre de 1977, entre las cinco y las seis de la tarde, un señor canoso llegó a su casa con una carta. Era un hombre mayor con camisa cuadrillé y pantalón, vestía ropa clara. No vio a su sobrina durante toda la dictadura, solamente se encontró con su madre. Miguel Nievas la contactó y se enteró de que habían estado en La Calamita y sus restos habían sido hallados en San Pedro. En 1984 denunció el hecho ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). No recuerda cuándo se enteró de las desapariciones. “Mi mamá esperaba siempre que volviera”, señala. El último domicilio que conoció de su hermana era una casa que tenía una carnicería en la esquina. Ella es la madrina de Mariana y se explaya en que la pareja militó en política en Rosario hasta su secuestro, aunque no sabía cómo eran sus situaciones laborales en ese momento.

Antropología forense

Hugo Alberto Kofman es el último en contar su verdad y para hacerlo jura por la memoria de su hermano desaparecido. Conoció a María y a Carlos en 1974, mientras trabajaba en un laboratorio técnico, en el departamento de Ingeniería Química. Estrechó más contacto con Carlos por su rol en la investigación, María se encargaba del área administrativa. Recuerda que Bosso era militante montonero y ayudante-alumno en la Facultad. Además, aporta que tuvo que dejar el trabajo y el estudio a raíz de la persecución política. Lo recuerda como un trabajador serio, puntual, dedicado y colaborador con sus compañeros. 

“Soy militante por los Derechos Humanos”, se presenta. Indica la proliferación de entierros clandestinos durante la última dictadura cívico-militar-clerical y cómo había maniobras con pistas falsas para generar distracciones. En una fosa se identificaron falanges humanas, también una uña; eran restos de Carlos y de María. Hugo celebra la caída de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Remarca que hubo veintisiete traslados de La Calamita a Monjes, cuenta que a Hugo Cardozo lo mataron con una inyección letal y que Ariel Morandi “llegó muerto” al campo, donde había palas, sangre, una cadenita y suecos. Los prisioneros eran trasladados hasta allí esposados para ser rematados o fusilados. Hugo también evoca a Héctor Gallo, un carnicero que vio carros con caballos.

“Qué tipo, qué barbaridad”, dice una mujer entre la audiencia mientras cuchichea con otra persona que el que está ahí sentado, junto a su abogado, es el genocida Juan Daniel Amelong. En simultáneo, Kofman cuenta que el dueño de ese campo era el Ejército Argentino. El terreno había sido expropiado en 1942 y se usaba para ejercicios de tiro, pero se transformó en un “lugar de exterminio”. Pone el foco en esa forma de nomenclar el espacio y le atribuye a tal denominación una “forma de construir verdad también”, en la función inmensa que conlleva rearmar la memoria.

Sobre el final, Hugo agradece la posibilidad de dar testimonio y espera que sea útil. Exige condenas para los genocidas: cárcel común, perpetua y efectiva, como parte del triunfo de la verdad. El público aplaude al quinto y último testigo de la jornada judicial, que retomará las audiencias testimoniales el lunes 8 de mayo a las 9 de la mañana.

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