Este 7 de mayo se cumplen 46 años de la desaparición forzosa de Gustavo Alfredo Zampicchiatti Manfre. Zampi fue mi gran amigo de la adolescencia. Una amistad que duró sólo siete años: la truncó el terrorismo de Estado.

El nombre de Zampi asomó a la escena pública cuando su mamá, María Manfré, se anudó el pañuelo blanco y, con su foto apretada contra el corazón, comenzó a rondar la Plaza junto a las otras Madres. Su nombre y los de otros miles resonaron con fuerza cuando el Juicio a las Juntas certificó que las desapariciones fueron la forma que encontraron los militares para ocultar su violencia criminal. Esos nombres se pronunciaron durante los largos años de impunidad, hasta que el presidente Néstor Kirchner habilitó los juicios por crímenes de lesa humanidad permitiendo mandar a muchos genocidas al sitio que merecían, la cárcel. En ese contexto, la memoria fue ganando las calles y se expresó en actos conmemorativos, baldosas y placas recordatorias, historias de vida recuperadas circulando en los medios y las redes.

Hoy seguimos transitando ese camino. Pero desde las usinas del poder, que detentan los mismos de siempre, arremeten los discursos negacionistas. Dirigentes políticos, funcionarios electos y una legión de escribientes a sueldo quieren instalar nuevamente la teoría de los dos demonios e incluso una reivindicación lisa y llana del genocidio. Sin duda, quieren volver a validar la represión al pueblo como forma de imponer sus proyectos de entrega y miseria.

Zampi nació el 26 de marzo de 1957. Pasó su infancia en un Quilmes más pueblerino que el actual, junto a sus padres y su hermano Gerardo. Hizo sus primeros primeros palotes, letras y números en la Escuela “Dalmacio Vélez Sarsfield”, y nació una temprana pasión por los rojos de Avellaneda. Comenzó la secundaria en el Comercial Nº 1, bajo la dictadura de Lanusse: órdenes, uniforme obligatorio, pelo corto, formación marcial y tirones de oreja del jefe de celadores eran la regla. Zampi dedicaba el tiempo preciso al estudio y sacaba buenas notas, mientras crecía nuestra amistad y el abanico de la vida se iba abriendo. Junto a Daniel y Oscar conformábamos una pequeña cofradía en la que compartíamos discos y guitarras, descubrimientos literarios y confidencias sobre amores de primavera.

El retorno democrático del 73 trajo a nuestra generación vientos de rebeldía y el anhelo de una sociedad más justa que canalizamos incorporándonos a la Juventud Socialista del PST (Partido Socialista de los Trabajadores). Dos años después, Zampi comenzó a trabajar en una oficina en Buenos Aires e ingresó a la Facultad de Psicología de la UBA. Por entonces, el descubrimiento de su identidad sexual lo llevó a sumar su militancia al Frente de Liberación Homosexual (FLH), donde hizo amistad con Néstor Perlongher.

El 7 de mayo de 1977, al mediodía, Zampi estaba en un bar de la esquina de la facu junto a dos jóvenes militantes de la JUP, María Susana Ursi y Marcelo Eggers. Hacían tiempo para entrar a la próxima materia cuando los secuestró un grupo de tareas. Fueron conducidos al Club Atlético, centro clandestino de detención, tortura y exterminio sito en el barrio de San Telmo. Funcionaba en los sótanos de un edificio de la Policía Federal y formaba parte del circuito ABO junto a los centros Banco y Olimpo. Según testimonios registrados en la Conadep, habrían pasado por allí 1.500 detenidos-desaparecidos.

Desde 2009, la investigación sobre ese circuito del horror recayó en el Juzgado Federal a cargo del Dr. Daniel Rafecas. En los sucesivos juicios fueron condenados miembros del Ejército, del Batallón de Inteligencia 601, de la Policía Federal, del Servicio Penitenciario Federal y de Gendarmería. Reviso algunas biografías de esos represores. Nacidos en su mayoría en los años 40, tuvieron un temprano aprendizaje con el bombardeo a Plaza de Mayo de junio de 1955, se perfeccionaron con oficiales franceses y norteamericanos que les “enseñaron” la lucha antisubversiva, hicieron sus prácticas represivas en los sucesivos gobiernos de facto. Una larga preparación para realizar secuestros, torturas, violaciones, apropiación de bebés, fusilamientos, vuelos de la muerte.

Comparo. Los cortos veinte años de Zampi, y los de tantos jóvenes como él, fueron consagrados a honrar la vida, la propia y la de los demás. La larga trayectoria de sus victimarios revela una preparación para consumar la muerte. Hay un único demonio: el terrorismo de Estado.

Zampi, los treinta mil desaparecidos, los 400 de la comunidad LGTB+. Sus nombres y sus historias siguen y seguirán resonando: “Mientras tengamos latido y aliento, no dejaremos atrás la memoria. Es duro el corazón de la verdad. Pero es el corazón que queremos tener” (Ana María Ramb).

*Educador

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