Los aspirantes a la presidencia están calentando motores para la gran carrera de este 2023. En el amplio espacio opositor, cada aspirante insinúa, de modo más o menos confuso, sus eslóganes para convencer a los ciudadanos, que van desde una amenaza de “dinamitar todo” (raro en un partido pro establishment), a la liberación del mercado de ventas de órganos y de niños.

Interesa destacar que, en el discurso de esos candidatos a hacerse cargo de la conducción de la república, aparece (¡otra vez!) la promesa de una reforma laboral, presentándola como una cuestión esencial para el bienestar del pueblo y la grandeza de la nación. (permítasenos usar con ironía esta frase de Eva Perón).

Claro que, como lo sugiere el título de esta nota, no es la primera vez que esta idea de una reforma laboral se instala en la agenda política. Menem no sólo la defendió sino que logró llevarla a la práctica con efectos desafortunados. El gobierno de Macri presentó al congreso su propia reforma, inspirada en el pensamiento del estadista riojano, que no llegó a ser tratada, en buena medida por la resistencia de la sociedad. 

Estas circunstancias hacen que el término “reforma” aplicado al ordenamiento laboral haya quedado desprovisto de su connotación progresista: la reforma universitaria, la reforma agraria, la reforma política, por caso, son propuestas que tienden a ensanchar derechos y a procurar justicia. Pero cuando en la Argentina de hoy se habla de “reforma laboral”, todo el mundo sabe que se aspira a un cambio regresivo, a perder derechos y a consolidar injusticias, al punto de que en algunos espacios opositores se intenta evitar la palabra reforma.

Las bases de esa “reforma” son esencialmente la de desproteger al trabajador para permitir una mejor acumulación de riqueza y un aumento de las ganancias empresarias que supuestamente a la larga redundará en beneficio de todos. Es el discurso de personas que pertenecen a los estamentos privilegiados de la sociedad, es el discurso de que los más débiles, los más necesitados, los más pobres, tienen que sacrificarse por su propio bien. 

Ese sacrificio patriótico, que los empresarios, economistas y políticos del establishment (los ricos, en suma) le quieren imponer a los trabajadores (los pobres), consiste en someterse a las necesidades del mercado. Contratar trabajadores cuando me hace falta y mandarlos a su casa cuando no los necesito, sin pagar nada, cambiar las condiciones de trabajo, horarios y beneficios sociales según la conveniencia empresaria. Disminuir (¡todavía más!) las jubilaciones. Reprimir las huelgas, debilitar a los sindicatos, derogar los convenios colectivos de trabajo.

Poco puede esperarse de una clase dirigente que cree en estas recetas que ya han fracasado en nuestro país, y que seguramente no serán aceptadas por los argentinos. 

A los argentinos comprometidos con la causa del pueblo nos espera una ardua tarea para refutar estas ilusiones que –de nuevo– se nos quiere vender y enfrentar en los hechos las iniciativas para concretarlas, como ya hicimos en el pasado.

*Abogado especialista en derecho laboral.

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