Yo no sé, no. Un viernes, a mediados de mayo, un calorcito inesperado para la altura del año nos invitaba a ganar la calle. A eso del mediodía, ya estábamos con la pelo en la mano escuchando a Manuel que nos decía: “Todavía tengo un nudo en la garganta. Cuando iba rumbo a la escuela veo que al Biki, después de unos cuantos intentos, los de la perrera lo enlazan. Cuando vi que la soga le apretó el cuello, sentí ese mismo nudo en mi cuello.

Por suerte, el que manejaba el camión jaula era el flaco del barrio, amigo de mí hermano Cacho, que me reconoció y me preguntó si el perro era mío y me gritó que me lo llevara lo dejara adentro de casa. Eso me dijo y por eso no fui a la escuela”. Ahí, a José se le ocurrió una idea: “Vamos pal puente y de paso mojarreamos”. Nos metimos la mano en los bolsillos y cuando sumamos todas las chirolas, nos daba para la ida y la vuelta en bondi y también alcanzaba para llevarlo a Manuel que nunca había ido. Llegamos tipo una al sector del balneario Los Ángeles donde había una cancha de 11 hermosa, con sol y con sombra. Aprovechamos que no había nadie y nos mandamos un patiá y mariá tres contra tres. Después se sumaron algunos del barrio de Puente Gallegos y al rato nos separamos en dos grupos: los que seguían pateando y los que con José nos fuímos a mojarrear con una sola cañita y un par de líneas que nos armó José, que siempre llevaba piolines y anzuelos mojarreros en un bolsito.

El arroyo corría más limpio que nunca y ese verde casi transparente, más el calor, nos tentó tanto que al toque estábamos debajo del puente pegándonos unas zambullidas. Con más o menos 20 metros de largo para nadar, practicamos velocidad y alguna que otra carrera. Pedro se preguntaba a cuántos nudos por hora iría el más rápido de nosotros. La pregunta no tenía respuesta: no sabíamos cuántos nudos había en 20 metros. Antes de que cayera el sol ya estábamos en la parada del 203 para volver y ahí nos dimos cuenta de que nos faltaba para la vuelta, que las chirolas no alcanzaban, todo por comprar puchos. Lo miramos a Manuel y Tamba le dijo: “Te vas a tener que quedar vos”. Cuando vimos que la cara de Manuel se transformaba, y sabiendo que se le hacía un nudo en la garganta, Raúl lo tranquilizó: “No te asustés, volvemos todos”.

Ya arriba del bondi, le dijimos al chofer si nos llevaba gratis hasta Biedma y Lagos. El tipo dudó por un momento, entonces José le preguntó: “¿Jefe, le gusta el pescado?”, mientras le mostraba una bolsita en la que había seis mojarras. “Suban –dijo el chofer–. Eso sí, si sube el chancho, digo el inspector, se me bajan todos”. Cuando pasamos por el kiosco de diarios de al lado de la farmacia de Lagos y Biedma, Pedro miró la D’artagnan que en la tapa traía unos cruceros de guerra y tiró: “¿A qué no saben a cuántos nudos va un crucero torpedo?”.

Yo, mientras tanto, miraba la Primera Plana donde se leía que el gobierno de don Arturo estaba cada día más débil. A ese título lo acompañaba la imagen de una tortuga y pensé, no sé por qué, en una tortuga marina, y casi le pregunto a Manuel si sabía a cuántos nudos iban las tortugas marinas. Cuando pasamos por la plaza Galicia, vimos una cinchada mixta con una soga que tenía un nudo grande al que los dos equipos querían hacer pasar por la línea de sentencia. Nosotros estábamos medio cansados, si no les hubiéramos propuesto un desafío. Además, el sol estaba a punto de perderse en el horizonte y seguro que nuestras viejas ya estarían buscándonos por las canchas cercanas. Al pasar por el bar del Toti, vimos que en la mesa de billar estaban dos grosos jugando un partido, seguro por algo, y en unos de los tiros, mientras muchos miraban, uno de los jugadores dejó de apuntar a la bola, se fue hasta el estaño y se tomó un trago de ginebra. Seguro que tenía un nudo en la garganta, pensé yo.

Cuando íbamos por Biedma casi llegando a Iriondo, vimos que Vivorita estaba entrando los últimos cajones de su verdulería. Le decían así porque cuando era joven trabajaba en un circo con una víbora que se enroscaba en el cuello mientras contaba cuentos. Manuel le preguntó en forma imprudente: “Oiga, don Viborita, ¿nunca tuvo miedo de que la serpiente le haga un nudo en la garganta y lo ahorque?”. El verdulero, que era de pocas pulgas, nos sacó rajando.

Llegando a Iriondo y Doctor Riva, vimos a la mamá de Pedro con doña Luisa, la madre de José y Tiguín. “¿Adónde se metieron? Tengo un nudo en la garganta”, nos reprochó la mamá de Pedro, y doña Luisa Agregó: “Y yo tengo un nudo en el estómago”. A Pedro esa noche lo mandaron a dormir sin ver la tele, igual ese viernes pasaban La caldera del diablo, serie que él mucho no entendía porque el argumento tenía muchos nudos por resolver. En cambio a la hermana sí le gustaba y con sus amigas la miraban mientras desarmaban unos nudos que habían hecho en los pañuelos, vaya a saber por qué. Quizás eran los que se hacían antes de cada prueba en el colegio para no olvidar lo más importante. Pedro la había sacado barata, trató de olvidar los nudos y lo atrapó el sueño sonriendo, pensando que ese lunes, la pibita del 4to “A” lo iba a ver con una corbata azul con el nudo que recién había aprendido a hacer. Esa noche, Pedro soñó que se le acercaba a la piba y le decía: “Ves, este nudo lo hice para no olvidarte jamás”.

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