Yo no sé, no. En unos días arrancaría julio y a Pedro y a mí no nos cerraban los números por culpa de un par de semanas de mal tiempo (lluvia y frío) en los que no nos dejaron salir y se nos alejaba la meta que era comprar dos pares de medias blancas y de algodón para jugar a la pelo. Exclusivamente para jugar a la pelo, bah, ya que hasta ese momento usábamos las mismas que teníamos para hacer gimnasia. El quedarnos adentro significó el no ingreso de unas monedas que nos ganábamos haciendo mandados y atendiendo medio día los viernes y sábados una verdulería. Pedro había tarifado los mandados cortos con el valor de dos chocolatines blancos. Esa tarifa surgió cuando la madre de Silvia le dijo una vez: “Plata no te voy a dar por el mandado, eso sí, comprate alguna golosina”. Ahí Pedro le preguntó: “Doña Nieve, ¿me puedo comprar dos chocolatines blancos?”. Él decía siempre que el chocolatín era blanco y que cuando no era blanco era chocolate, y no chocolatín. 

Tres mandados no hechos por día significaban seis chocolatines blancos de 30 centavos cada uno sin ingresar, o sea: 1,80 x 15 = 27 pesos. Ese último día de junio, la seño de matemáticas, entre otras cosas, les hizo un planteo a resolver: “Si en una lata de medio litro entran tres manzanas, ¿cuántas manzanas entran en 11 latas de medio y 4 de un litro?”. Pedro estuvo a punto de decirle a la maestra que las manzanas no eran todas iguales y que por qué no hacía el planteo con chocolatines blancos que pesaban siempre igual: 9 gramos. Tenía una idea fija y había encontrado un patrón económico con un valor constante para que el canuto no se desvalorizara. Cuando volvíamos de la escuela, en un kiosco casi al final de la calle Acevedo, vimos a Graciela con un Jack en la mano (mejor dicho, con el muñequito de Larguirucho en la mano) mientras ella y la prima le sonreían a uno del A. Sentimos bronca y envidia, y que se nos iría el presupuesto al carajo si entrábamos en esa porque los Jack valían por lo menos cinco veces más que el blanco de 9 gramos. Cuando pasamos por Cafferata, cerca de Ameghino, vimos al tío de Jose cepillando una puerta que se había hinchado por la humedad. Pedro me dijo: “Yo no voy a hacer eso con mi presupuesto, no lo voy a «cepillar», a lo sumo los pares de medias de algodón pueden esperar unos días más. O mejor, primero me compro un par y a los 15 días el otro”. El sábado a la mañana, vimos en una tienda por Biedma que el precio de las medias no se había movido y cuando llegamos a Lagos sentimos como el motor del 53 al arrancar parecía el comienzo de un terremoto. Pedro la saludo a Marta, que se bajó de ese bondi, y le preguntó: “¿Quién te trajo, Marta… Ketchup, el primo de Pucho?

A la tarde, después de un partido en la canchita de los Menchos, a pesar de ese rumor a temblor en la economía por el ajuste de Krieger Vasena y el rumor de que estaba dando vueltas un tan Dagnino Pastore, nos tranquilizó saber que julio arrancaba frío y sin lluvia pero que, y esto era lo más importante, la mayor parte de sus días serían con sol. Mientras nos preparábamos para ver los dibus en la tele, Pedro me dijo: “Si le metemos pata con los mandados, llegamos a las medias blancas. Y si cobramos tres chocolatines blancos por cualquier mandado como tarifa única, capaz que nos alejamos de la idea de ajustar”. Esto me lo decía mientras miraba a un Ancho Peuchele que parecía salir de un Jack. Arrancaba julio del 68 y sabíamos que venía con un solcito que nos dejaba a un toque de las medias blancas de algodón y de recuperar las sonrisas de Graciela y de su prima.

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