Ese diciembre estaba promediando y un hecho inusual nos pareció que estaba ocurriendo. Resulta que entre la capilla y la Vía Honda, los cardos que por lo general para esa época sus flores aún están violetas, ya estaban blancas con sus panaderos listos para emprender viaje. Pensamos que se habían adelantado por algún motivo ya que a los panaderos los veíamos en enero.

Por esos días, en el equipo (el nuestro), el arquero, de cuatro pelotas que iban cerca suyo, a tres no la veía. Cambiamos de arqueros, casi todos pasaron por debajo de los tres palos y a todos les pasaba lo mismo: no las veían venir. Tanto a José, a Carlos, a Tiguín como a Raúl. La primera conclusión a la que llegamos fue que algo le estaba pasando a nuestros ojos. José estaba preocupado pues por esos días le había salido una changa: hacer una piecita arriba de una casa que estaba por Caferatta cerca de Ameghino y recibir unos 200 ladrillos que le serían lanzados de a 2 o de a 3. En cambio Raúl, que ya estaba trabajando de carnicero, el temor que tenía es que en algún momento no viera venir la cuchilla y adiós un dedo. A Juancalito le preocupaba que a la noche, en el parquecito, no pudiera ver la pelotita en el metegol ni la mirada de alguna piba. Carlos, aunque estaba acostumbrado a los flechazos cuando soldaba, también estaba preocupado. Carli y el Pelu, los dos que recién habían llegado al barrio, sentían temor de no ver venir el tren cuando cruzaran las vías en las carreras de bicis.

A Tiguín, por otro lado, de seguir con esa poca visión, seguro que le iban a sobrar piezas del motor de su moto que siempre desarmaba. Pedro en esa semana iba a asistir a la última fiesta en la Anastasio, y ahí había que estar con los ojos bien abiertos y atentos a algún papelito que contuviera un saludo o alguna propuesta. El sábado, ya que desde las primeras horas la lluvia se hizo presente, decidimos ir desde el arranque al Sol de Mayo, tipo 14,30. Cuando estábamos subiendo al 52, llegó Manuel con una bolsita en la mano.

Ese día, de las tres películas, dos serían subtituladas y nuestro temor era no poder leer los diálogos. Cuando empezó la segunda, Manuel, que venía del baño, sacó del pequeño bolso unos cuantos panaderos y, desde ese momento, de a poco, la visión de todos empezó a ser normal. Un tiempo después, un par de años, bah, con los ojos bien abiertos veíamos la realidad con sus momentos buenos, los no tan buenos y algo más. Eran nuestros sueños que eran posibles, así lo veíamos y así lo sentíamos. Mientras tanto, en ese diciembre del 71, tan grato para nosotros porque el nuestro salía campeón, en algunas paredes se podían ver una P y una V, que por cierto a muchas y a muchos nos abrieron los ojos. En ese diciembre, Pedro vio unos ojos y una sonrisa de una que sentada en un tapialito parecía una flor a punto de volar.

Esa noche, mientras escuchaba a Serrat con su Lucía, Pedro se vio en todos los ojos y vio a todos con los corazones abiertos, abiertos para ver los sueños que volvían.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 16/12/23

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