Cinco de la mañana arriba. Caliento el agua, guardo los sanguchitos, paso a buscar a las pibas, que también son estudiantes, obreras y peronistas. Llegamos al Parque Independencia donde hay más de una decena de colectivos, mucha gente, un poco de sueño, está fresco y garúa.

Que te garúe finito, le digo a una amiga. Re de viejo el comentario. Tiene algo de maldad, dicen. No, ¿cómo? Yo pensé que era un buen augurio. Sí, pero es un garrón la lluvia esta chiquitita y molesta que no para en todo el día y va mojando de a poco. 

Arrancan los bondis y en la inmensidad de la llanura que nos rodea somos hormiguitas apiladas en dos pisos con dos hileras de dos pares de asientos. Cruzamos un puesto de gendarmería pero no nos frenan. Para mí que el gendarme se quedó dormido y colgó porque por la ventana se lo ve salir de la camioneta con cara de sorprendido y algunas lagañas colgando. 

En el colectivo los militantes más orgánicos se ponen a repasar el cancionero previsto para la marcha con un micrófono. Suenan canciones divertidas, ingeniosas, alguna cargada a la franja morada y un tema nuevo que en sus últimos versos reza: “Te cojés a tu hermana, sos un hijo de puta”, epítome de la metáfora tan característica de la poesía popular contemporánea.

Pero también hay algunos temas que parecen recubiertos de polvo, enmohecidos. A los más chicos nos recuerdan a las viejas épocas macristas de desfinanciación de los salarios docentes, a los más grandes a las etapas más oscuras de la cíclica historia de nuestro país, entonarlos se vuelve tedioso, se empastan los labios y la boca se llena de gusto a polvo. En el 2015, cuando la agenda feminista rebalsaba las calles de todo el mundo, circulaba la imagen de una señora canosa y arrugada que levantaba un cartel escrito con letra temblorosa donde se leía “no puedo creer que todavía tenga que salir a la calle por esto”. Algo así siento de a ratos, cuando la escena se vuelve repetitiva y la euforia desaparece para recordar que nos gobierna el más burdo representante de la derecha cipaya que busca desfinanciar las universidades en pos de vaciarlas. “El gobierno te quiere burro”, advertirían más tarde los cartones intervenidos con fibrón indeleble, en la marcha nacional educativa más grande en lo que va del siglo. 

Mientras recorremos el último tramo de los 300 kilómetros que separan a Rosario de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, observo a mi alrededor la estética de los jóvenes que este martes decidimos salir a la calle para marcarle la cancha al gobierno de Milei. Predominan los flequillos cortitos y desprolijos (rolingas, claro), los pelos de colores, los piercings en la cara, los brazos tatuados con pañuelos de las madres, lunas, soles de mayo y latinoaméricas invertidas. 

Llegamos en pleno mediodía a Capital Federal, entramos por la autopista Arturo Illia, que después se transforma en la famosísima 9 de Julio, donde al fondo, atrás de unos árboles, se la ve a Evita que parece estar diciendo “vengan, dale, que van a ser un montón, como en aquel octubre en la plaza, como en el cordobazo y como en el rosariazo”. El clima de los trabajadores porteños también recuerda a aquellas manifestaciones; algunos colectiveros pasan tocando bocina y, mientras nos sentamos en la vereda de la esquina de Rivadavia y 9 de Julio, unos camioncitos del Gremio de los Trabajadores de Fábricas de Pintura y Afines avanzan desplegando banderas y gritos de aliento por las ventanas. Y al que no le gusta, se jode, se jode. 

Foto: Sofia Barrios

La columna de quienes viajamos en los quince colectivos que partieron desde Rosario, para las dos de la tarde ya está perfectamente organizada y en su lugar, con la Coad (la Asociación Gremial de Docentes e Investigadores de la Universidad Nacional de Rosario) a la cabeza y las agrupaciones estudiantiles y centros de estudiantes atrás. La manifestación está organizada para arrancar alrededor de las cuatro de la tarde, recorrer las veinte cuadras que separan a la Plaza del Congreso de la Plaza de Mayo y recibir la noche con un acto y una multitud haciendo ruido para que se escuche por las ventanas de la Casa Rosada, que más que rosada debería ser negra, por lo lúgubre y moribundo de los proyectos que adentro se gestan desde diciembre del año pasado.

Las calles se van llenando de a poco, van apareciendo banderas de todos colores, pasan los compañeros de la Universidad Nacional de La Plata con un montón de bombos y redoblantes, algunas maestras que buscan la bandera de Suteba (Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires), un grupo de gente que sostiene un pequeño estandarte de la Cátedra de Artes Visuales de alguna universidad. Pasan estudiantes con carteles armados en hojas de cuadernillo pegadas, en los que se lee “yo puedo pagar la Uade porque mi mamá fue a la Universidad Pública”, y nosotros acompañamos alentando con la consigna “de la uade, las chicas de la uade, las chicas de la uade”. ¿Quién lo diría, no? Hablame de unidad, pienso, que sirva de ejemplo para todos esos dirigentes que parecen no poder ni siquiera sentarse a debatir con quienes no son de su mismo partido o sector político, aunque el pueblo que deben representar sufra el hambre y el ajuste perverso propiciado por aquellos que son el verdadero enemigo. Salvando las distancias, algo de esto ya decía el General en alguna de sus veinte verdades: “El justicialista trabaja para el movimiento. El que en su nombre sirve a un círculo o a un hombre o caudillo, lo es sólo de nombre.”

Con la sensación de que está por pasar algo importante, y con la clarísima intención de torcer aunque sea un poquito el discurrir de la historia, nos entrenemos esperando que sea el momento de empezar a marchar cantando canciones.

Suena “no nos han vencido”, suena una versión de la saturada “muchachos”, suena el Himno Nacional.

La que más efervescencia genera es la adaptación de un viejo canto peronista: “Con los huesos de Caputo vamo a hacer una escalera para que a las facultades pueda entrar la clase obrera”. Aunque la letra cambie, el apellido del hijo de puta de turno sea otro y el reclamo varíe, hay algo que permanece más allá de la métrica y el ritmo: el sesgo pícaro y valiente de la juventud revolucionaria de los setenta que entonaba el mismo canto pero diferente invade las caras de los estudiantes. Es esa melodía la que unifica, la que impulsa, la que despierta. Esa melodía es el movimiento y el acceso de los obreros y de los hijos de los obreros a la formación académica, laica, gratuita y de calidad es la justicia social.

Después de un rato de estar esperando para avanzar, en todas las columnas alguien se encarga de reunir a los compañeros que tiene alrededor y comunicarle las novedades: la marcha es tan masiva que toda la gente, quieta, encolumnada, cubre las veinte cuadras que separan la Plaza de Mayo con el Congreso y un poco más atrás también. Se habla de entre quinientas y ochocientas mil personas. La sensación de que estamos haciendo historia se materializa, algunos lloran, a otros se les eriza la piel. Yo respiro aliviada porque la multitud me abraza y la esperanza de que el pueblo que parecía corroído por el individualismo extremo, reflejado en las urnas el octubre pasado, vaya recuperando de a poco las causas comunes. Y la alegría en la calle me rejuvenece el corazón cansado.

Frente al Palacio de Gobierno está empezando el acto de cierre de la marcha que no fue, y los oradores ya empiezan a leer el documento, firmado por las organizaciones que nuclean a nivel nacional a los trabajadores de la educación y estudiantes de todo el país. Documento que terminaría diciendo, de manera clara y precisa: “Todos los problemas que tenemos se resuelven con más educación y Universidad pública, con más inversión en ciencia y tecnología. Queremos que nuestras instituciones sean el dispositivo que le permita a la Argentina desandar las desigualdades estructurales y emprender la senda del desarrollo y la soberanía. La educación nos salva y nos hace libres. Convocamos a la sociedad Argentina a defenderla”. 

En el colectivo, ya volviendo a Rosario, los vidrios se empañan por una lluvia casi imperceptible pero incesante que se sostendrá durante el día siguiente también, mientras en el Congreso los diputados radicales y oficialistas no darán quórum para tratar el financiamiento de las universidades nacionales, ignorando el contundente reclamo del martes 23. 

No importa, los millones que copamos las calles de todo el país sabemos que no va a ser fácil, y que esto recién empieza.

Mientras bajo del colectivo, de vuelta en el Parque Independencia, mucho más cansada y sucia que esa madrugada, muerta de frío por las gotitas de lluvia fría que me llegan a los huesos, me digo: que le garúe finito a este país, que se humedezca la tierra de las plazas, las calles, los clubes, las escuelas y las facultades y que crezcan y se hagan eternos, más fuertes que nunca, los laureles que supimos conseguir.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 27/04/24

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