Este trabajo es una mierda. Cargo datos. Debo haber ingresado más de un millón desde que hago esto. Conozco de memoria códigos postales de ciudades fantasmas de trescientos habitantes de cualquier rincón del país, descargué más constancias de AFIP que ninguna otra persona, si hubiese un campeonato mundial de copiado veloz de CBU lo ganaría todos los años. Si sigo así por mucho tiempo más voy a salir a la calle y en vez de gente voy a ver al mundo como la pantalla de Matrix. Por suerte esta noche viene Camila, vamos a tomar un vino y voy a poder relajarme. 

Camino hasta la pieza de mi hija para ver qué hace:

—Si no ordenás este quilombo, no hay pileta, Iris. Cortita la cosa. ¿Y esa cara? No, a mí con berrinches, no. 

—¡Es que me decís las cosas diez veces, papá, y ya lo sé!

—Ok, no te lo digo más, pero ordená este quilombo. Voy a ver el agua para el mate.

—Ya la apagué —dice Iris.

—¿Cuándo?

—Te dije dos veces que se hervía pero estabas trabajando. Fui y la apagué.

 

¿En qué momento me senté mirando a la ventana y le di la espalda? ¿Dónde tengo la cabeza para dejar la pava sobre la hornalla de adelante y que sea Iris quien tenga que apagar el fuego a riesgo de quemarse con el agua hirviendo? Con siete años está poniendo toda su voluntad para superar el episodio de la picadura del alacrán y yo hecho un boludo, de espaldas a ella, me puedo llegar a convertir en el alacrán más venenoso de todos.

Necesito tomar un poco de aire. Le digo que salgo un minuto a comprar yerba hasta el almacén.

—Te acompaño —me dice. Sale corriendo a su pieza y vuelve con el monopatín. 

Está muy miedosa. Antes de lo del alacrán, si yo salía por unos minutos, se quedaba sola en casa. El almacén está a una cuadra y media.

—¡Una carrera hasta el árbol! —grita, y en su voz no hay rastros de ningún resquemor por nuestra discusión reciente.

Hago un gran esfuerzo y corro, a pesar de que el mal humor vuelve mi cuerpo más pesado. Desde la esquina veo al vecino de la otra cuadra que se mueve con pasos muy lentos con ayuda de un andador. Además de las dificultades para caminar, el señor tiene el cuerpo muy rígido, parece Robocop sin casco. Pobre tipo, pienso. Iris llega primero y me espera para entrar detrás mío. Entro. Las paletas del ventilador de techo giran lentas y emiten un chillido. Nadie habla. Una mujer alta y voluptuosa recibe el vuelto del almacenero, un hombre unos años menor que yo. La mujer tiene el corpiño blanco de una bikini, usa un pareo del mismo color como pollera, unas hawaianas también blancas y el pelo mojado. Agarra su plata, dice muchas gracias, da media vuelta y sale.

Robocop gira el cuello en cámara super lenta para mirarle el culo. Cuando ella se va, el almacenero estalla:

 —¡Viejo sucio! —le dice a Robocop en medio de una risa escandalosa.

El viejo también se ríe y a velocidad de tortuga junta los dedos de la mano, se los lleva a los labios y los besa. Las risas continúan. Para hacerme cómplice de la situación, también me río. Iris recorre el lugar en su monopatín.

—¿Eso nomás? —me dice el almacenero un poco más calmado.

—¿Qué hacés, flaco? —le digo—. Sí, esta yerba nomás ¿Cuánto es?

—Dos mil quinientos —me dice—. Y no te pedí opinión sobre mi cuerpo. 

Lo miro incrédulo. No me mira.

—Disculpame, fue una forma de decir. No te lo digo más. 

—En lo posible —dice sin mirarme y empieza a atender a una señora que acaba de entrar.

Salimos del almacén. Estoy más nervioso que cuando entramos ¿Quién se cree este pelotudo que labura todos los días de su vida hasta las diez de la noche cagado de calor en ese sucucho? Tuve que haberlo cagado a trompadas y antes de irme tuve que haberle tirado abajo la estantería de las mermeladas.

Iris me habla y me saca del enrollo mental:

—¡Carrera hasta el palo!

—No, hija. Estoy cansado.

—¡La última, la última! —insiste.

—¡Iris, te digo que no! ¿Entendés lo que es un no o no lo entendés? —le grito en medio de la calle, pero no me responde y acelera en su monopatín hasta casa. 

Hago lo imposible por calmarme. Me digo que ya lo sé, que siempre supe que el almacenero está re loco, que no tengo que darle bola. Si ya sabés que está re loco, para qué le das bola, me digo. Aunque es en vano. Siento un combo de rabia y de humillación. Soy como un alacrán enfurecido pero sin aguijón. Antes de retomar el trabajo, la llamo a Iris y cuando la tengo enfrente me arrodillo:

—Hija, perdóname por gritarte en la calle. Hoy papi está cansado.

—¡Ay, papá! —me dice—. Cada vez que estás cansado me gritás. Ya me di cuenta.

—Sos muy inteligente y hermosa —le digo— ¿Vas a estar tranquilita hasta que te lleve con tu mamá?

—Sí, papi. 

—Te amo, hija —y la beso en la frente.

Me siento, desbloqueo la pantalla de la PC y abro un correo. Cargo un par de datos que me solicitan. A mitad de la carga, agarro el celular y le escribo a Camila.

—Hola, amor ¿A qué hora venís esta noche?

Como no contesta enseguida apoyo el celular en la mesa y retomo el trabajo. Me desconcentro antes de escribir tres palabras. Quiero evitar el celular, sé que Camila puede demorar en responder. Agarro la agenda y leo lo que me queda por hacer en el día. Con mi escasa concentración no sé cuándo voy a hacer todo lo que me propuse. Cierro la agenda y agarro el celular: un mensaje de Camila.

—Uy, amor. Iba a avisarte que mi prima se adelantó. Me avisó hace una hora que llega hoy en vez de mañana. ¿Te enojás si me quedo?

Me demoro unos segundos en responder para que vea que estoy pensando lo que voy a escribir. Soy consciente de que cualquier discusión que inicie no tendrá fines conciliatorios, aunque no logro ni siquiera pensar alguna frase que suene diplomática.

—¿Hace una hora te avisó? —escribo, pero no mando. Es una maleducada, pienso. Sopeso la situación. Me la dejó picando. Si le dejo la frase colgada es un triunfo para mí, ella va a entender que me enojé, que no puede cambiarme los planes así porque sí, que esta vez soy yo el que tiene razón. Por fin, borro y escribo otro mensaje:

—Para nada. Te dejo porque Iris me llama. 

Dejo el teléfono y debería estar tranquilo. Pienso que un triunfador luego de triunfar debe sentir cierta serenidad. Pero no me siento tranquilo y mucho menos un triunfador. Siento destrucción por todas partes. Tendría que llamar a un fumigador para humanos. Alguien que me elimine de acá. Soy peligroso y mi hija indefensa está a unos metros. 

El chat del trabajo me explota. Hace más de una hora que no hago nada. Los pedidos urgentes deben ser como un calibre 38 descargándose. No aguanto más este laburo. Tendría que escribirle a mi amigo con el que tengo un proyecto para empezar a ganar plata. 

—¡Pa! ¡Vení a ver! —grita Iris.

—¿Qué pasa, Iris? ¿Qué carajo pasa ahora? ¡No puedo trabajar tranquilo, hija! —grito mientras camino hasta su pieza.

—Ya ordené —dice con los ojitos asustados.

Soy una bestia, pienso. Y siento como la sangre me baja helada por el cuerpo. Paseo la mirada por la pieza. No sólo está ordenada. Está perfectamente ordenada. Una ráfaga de ternura y culpa me baja en un segundo los nervios.

—Hermosamente lista para volver a desordenarla —le digo—. Ponete la malla.

—No entiendo, papi.

—No importa, después te explico.

Voy al patio. El sol del mediodía es perfecto. La pileta tiene agua aunque está un poco desinflada. Iris aparece con la bikini puesta y con la pistola de agua en la mano. Se ríe, apunta y me dispara. La corro por el patio, la alcanzo, la alzo y la tiro a la pileta. Grita y me tira agua con las manos. 

—Está desinflada —dice— ¿Puedo usar el inflador eléctrico?

—La voy a inflar yo con mis súper pulmones —le digo, y soplo lo más fuerte que puedo en el pico. Pero mis pulmones no pueden contra el peso del agua, y por más que inhalo, exhalo y me vacío, y repito una y otra vez la operación, no logró nada. Iris se ríe.

—¿De qué te reís, hija? —le pregunto.

—Tenés la misma cara roja de cuando me gritas —dice, vuelve a reírse y me tira más agua con la pistola.

Me río también. Simulo que me hirió de muerte y caigo en medio de la pileta con ropa y todo.

—¡Papá, sos loco!

—Viste que ya no le tenés miedo a los alacranes —le digo

—Es que estoy en el agua, los alacranes no saben nadar, papá —me dice mi hija.

Loco de amor la levanto upa, la beso y vuelvo a tirarla en el agua.

 

Foto: Milagros González

Publicado en el semanario El Eslabón del 21/09/24

¡Sumate y ampliá el arco informativo! Por 4000 pesos por mes recibí todos los días info destacada de Redacción Rosario por correo electrónico, y los sábados, en tu casa, el semanario El Eslabón. Para suscribirte, contactanos por Whatsapp.

Más notas relacionadas
  • El aguilucho

    El aguilucho había aparecido atrás de la higuera, refugiado entre las ramas espesas y las …
  • Subjetivación digitalizada

    Estamos en un bar de Playa del Carmen, podría ser una hamburguesería en Pichincha, el bode…
  • Contar lo que hacía falta contar

    No lloro, no, sólo se me cuela un Juane noble y despeinado en el ojo. Quiero decir que com…
Más por Bernardo Bonacalza
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

Pozzi pidió “reforzar la democracia sindical con autonomía partidaria”

El titular del Sindicato de Aceiteros de Rosario, Marco Pozzi, defendió el modelo gremial …