Sin solución de continuidad
Yo no sé, no. La ventana a medio abrir con esa cortina coqueteando con un viento primaveral nos dejaba escuchar el único sonido que, a pesar de ser reiterativo, semi mecánico, a la hora de la siesta no molestaba.
Yo no sé, no. La ventana a medio abrir con esa cortina coqueteando con un viento primaveral nos dejaba escuchar el único sonido que, a pesar de ser reiterativo, semi mecánico, a la hora de la siesta no molestaba.
Yo no sé, no. En aquel octubre de mediados de los 60, Pedro, los viernes, cada vez que podía volvía al barrio, el mismo que hasta un año antes parecía que iba a ser su lugar para siempre.
Yo no sé, no. Esa noche del primer viernes de octubre, Pedro, con 7 años, casi no durmió. Por primera vez le daban a elegir. “Haré postre: budín de pan o panqueques, ambos con dulce de leche, ¿qué querés?”, le dijo la madre.
Yo no sé, no. “Septiembre, septiembre del ocho”, respondía Pedro cuando le preguntaban “¿en qué año estamos?”, haciendo referencia a la edad que tenía.
Yo no sé, no. Ese 21, como casi todos los que eran de septiembre, nos recibía a Pedro y a mí con la frase de nuestras madres machacando en nuestras cabezas: “Lleven ropa para la vuelta, que a la tarde refresca”.
Yo no sé, no. Ese viernes a la tarde, con Pedro nos sentíamos ansiosos, no veíamos la hora para que llegara el sábado pues temprano nos iríamos al parque cerca de la gran fuente que está paralela a Pellegrini.
Yo no sé, no. Con Pedro nos enteramos que una amiga de sus primas había alborotado al grupo de chicas cuando dijo que se comprometería y haría una fiesta. Esto último, lo de la fiesta, nos entusiasmaba.
Yo no sé, no. Los viernes cuando volvíamos de la escuela, por el modo, la actitud, el guardapolvo arrugado y la sonrisa, cualquiera al vernos podía reconocer que en esos instantes comenzaba el fin de semana.
Yo no sé, no. Terminaba Agosto y Pedro sentía que había perdido la pulseada, o mejor dicho las pulseadas. La primera, cuando la vecinita le empezó a sonreír más a él que al de enfrente.
Yo no sé, no. En la página número 18 de la D’artagnan, Pedro se había detenido como disfrutando y sintiéndose partícipe de aquel desembarco. Aunque las balas picaban cerca, no sentía temor, sólo había que esperar el momento oportu