Yo no sé, no. A poco de largarse solo, Pedro volcaba el triciclo de forma que una de sus ruedas se convertía en el volante del colectivo imaginario que jugaba a conducir. Pedro, cuando veía a su vecinita Cristina, la invitaba a subir prometiendo cobrarle la mitad del boleto. Diez años más tarde, cerca de las cinco de la tarde, Pedro tenía clavada la mirada en la cartulina todavía en blanco. Faltaba poco para una movida de afiches reclamando, entre otras cosas, el medio boleto estudiantil.