En verano, a Anita la disfrutábamos camino a la panadería. También la disfrutábamos viéndola barrer la vereda, al mediodía yendo a la granja o a la Ana ya en bici yendo camino a la plaza. En el otoño y en el invierno, a Anita con sus libros y con sus anteojos tempraneros, que eran como una vidriera de esos ojos que parecían sonreír.
Y a la Ana, con esa sonrisa solidaria, cuando le daba una mano a quien la necesitara estudiando. Ana era tan creyente que le tenía fe hasta a las hojas del aromito, que era un árbol que estaba en la tranquera de lo que fue el último tambo (hoy castellanos al 4000) y cuyas hojas –se decía– después de un hervor te aliviaban cuestiones del cuerpo y hasta del alma. Ana, de haber viajado en el 8 (línea de dudosa existencia porque nadie se acuerda de haber viajado en ese bondi escepto Richard Semenewicks) hubiera logrado que todos digan “ah, ese colectivo donde viajaba esa encantadora criatura!”.
Y ni que hablar a fines de los 60, en pleno boom de la construcción en Rosario, más de un albañil aún la recordaría. Ana tenía unas piernas y unos pechos que a los muchachos de la esquina los enmudecía cuando pasaba directo a la parada del 15. Anita, ya Ana, cuando conoció las historias de las Susanas, las Marys, las Estelas, las Glorias, o incluso la de la flaca Analía que aún nos queda la esperanza de saber de su destino, quedó admirada por el compromiso asumido de esas chicas.
Ana, que sabía defender el monedero, hubiese comprendido que a la inflación –cuando quieren combatirla– una de las soluciones que se proponen es que se achique el poder de éste. A Ana, de haberla visto García Márquez saliendo del cañaveral del segundo puente de la vía honda, nos la hubiese robado para su Macondo. Hoy, a Ana la disfrutaríamos con una prolongada juventud. Pero Ana, para Macri, de haberla visto pasar, sólo sería un lindo culo. (Publicada en el eslabón nº140)