Dicen que el sol era la pelota de los antiguos dioses y que de ahí viene aquello de que los buenos jugadores se ven cuando la pelota quema en los pies. Cuando el partido viene bravo y hay que cuidarla, aguantarla un cachito aunque sientas el galope de un central grandote que se acerca a tus espaldas incluso antes de que la puedas dominar con el pecho, tratando de dormirla para que caiga, mansa, bien cerca del botín zurdo.
¿Te imaginás a Zeus sacándosela de encima, devolviéndosela a los del fondo porque lo vienen a apretar de atrás? ¿O al fiestero pero dúctil Baco dejándose anticipar en el medio cuando te acaban de empatar y ellos se vienen con todo? ¿O al robusto Apolo que no quiera bajar a pedirla porque las papas queman?
Dicen que el sol era la pelota de los antiguos dioses y que la luna –con la invaluable ayuda de Mercurio– era la encargada de la iluminación del estadio. Del universo entero, bah.
Júpiter era el que proveía la pirotecnia. Urano y Neptuno, los jueces de línea. Marte, el que ponía el día de los picados. Venus, una negra que la rompía, pero al tenis. Y Saturno, un barbado que llegó a jugar en Boca y en Central.
Y la Tierra… la Tierra era el lugar elegido, por Zeus y su bandita, para la llegada del elegido.
La fecha de ese acontecimiento, grabada con filoso tridente en una de las columnas del Panteón –que supo cumplir la función de palo derecho en alguna que otra definición por penales–, fue descubierta hace doscientos años por unos arqueólogos egipcios: 30 de octubre de 1960.