Hace unos días tuvimos la oportunidad de acompañar a Horacio González, en la Feria del Libro de Rosario, durante la presentación de su última obra: Borges. Los pueblos bárbaros.

Se trata de un libro notable, como todos los que escribe González. Que en este caso está referido a Borges, así como en otros casos pudo ocuparse del ensayo nacional, la historia del periodismo argentino, la traducción, o el pensamiento de Juan Domingo Perón.

Es sabido que González es un autor versátil, si por tal se entiende la capacidad de desplazarse por distintos asuntos, antes que una actitud voluble o inconstante. Porque lo que caracteriza su producción es un interés amplio y abierto por distintos fenómenos y campos temáticos, ya que no se trata del típico experto incapaz de moverse del lugar cómodo de una especialidad.

De todos modos, esa postura no representa alguna forma de eclecticismo. Por el contrario, puede decirse que la mirada es siempre la misma, puesto que de lo que se trata, en cada ocasión, es de interpretar la complejidad del mundo, a través de sus múltiples y diversas manifestaciones.

La obra de Borges, para González, es justamente una de esas manifestaciones relevantes, a la que recorre con el mismo ahínco y la misma inteligencia con que aborda cada uno de sus objetos de estudio. Evidentemente, considera que en esa literatura sutil, compuesta como una auténtica pieza de orfebrería –una obra maquínica, podría agregarse, al modo de un antiguo reloj que se mueve al compás de sus propios impulsos– significa de manera potente los rasgos esenciales de un evasivo universo.

Evasivo, pero no inaprehensible, debería precisarse. El universo borgeano, es sabido –por más singular e idiosincrásico que resulte– no es un espacio meramente ficticio, una suerte de cosmos (o microcosmos) autónomo y desligado del mundo, dado que no es otra cosa que una representación (más) del mundo común, compartido por todos.

Acaso por ello el título del libro conjuga el nombre de Borges con un sintagma que dice “los pueblos bárbaros”. Si para algunos ello puede resultar curioso, la curiosidad se disipa al leer el capítulo quinto, que trata justamente sobre ese asunto: los pueblos bárbaros.

Claro está que esos pueblos son aquellos que Borges dibuja como tales en sus relatos. De ellos González toma en principio dos: “El informe de Brodie”, y “El Inmortal” que, como se sabe, son narraciones donde aparecen comunidades de seres que viven en un estado de barbarie absoluta.

Pero esa barbarie es, ante todo, lo que sanciona una mirada civilizada, dirá González (a lo que nosotros podríamos agregar: y eurocéntrica). Porque Borges demuestra que esos pueblos bárbaros no carecen de una lógica y un sentido –señala–, que pueden pensarse no sólo como una suerte de alteridad respecto de esa civilización eurocéntrica, sino además como su reverso paródico.

Si los pueblos bárbaros, en Borges, no son otra cosa que el paródico reverso de la civilización, es lícito proponer que, más allá de las diferencias que los separan de ella, también puede pensarse que existen finos vasos comunicantes, sutiles ligamentos, que conectan ambos territorios de modo inextricable.

¿La barbarie como documento de cultura, tal como lo pensaron Fredric Jameson o Walter Benjamin?… Sin duda que algo de eso hay en el texto de González, pero más que como presencia –o anverso– de una en otra, como dos caras de la misma cosa.

Al respecto, González advierte que detrás de ese presunto relativismo cultural, Borges encontraría una suerte de universalismo por detrás de esas dos caras antitéticas del género humano. Sin embargo, esa mirada condescendiente, ciertamente ecuánime, se dispersa cuando Borges se acerque al hic et nunc de la barbarie universal, el peronismo.

Ello supone gradaciones: así, González distingue la representación bárbara del peronismo en “La Fiesta del Monstruo”–escrito en colaboración con Bioy Casares– donde esa barbarie es objeto de escarnio, de la escena que traza “El simulacro”, donde más que escarnio y burla hay una representación del carácter ficticio, y por lo mismo irreal, que suponen las figuras de Perón y Eva.

No es necesario adscribir a las interpretaciones de González para reconocer el valor de una lectura –de un trabajo de lectura, en todos los sentidos posibles del término– practicado de manera rigurosa sobre la textualidad borgeana.

Porque si el libro de Horacio González puede ocuparse de los vínculos soterrados, encubiertos por sucesivas capas de sentido superpuestas, que ligan a la literatura con el mundo, del mismo modo se ocupa de otros asuntos cruciales. Por ejemplo, el carácter de la literatura de Borges, que para González no es una mera ficción irreal pero tampoco un simple juego especular de la realidad, sino una trama de sentidos sobreimpresos donde el texto se traza como si fuese un sueño o un mito, dos formas escasamente realistas de representar lo que la excede y contiene.

De igual forma, el libro transita otras cuestiones igualmente importantes. La de la entidad de los personajes en Borges, generalmente despojados de lo que tradicionalmente se pensó como una conciencia (vgr. en Dostoievsky), puesto que se componen como la resolución de una cifra donde cuenta el dos antes que el uno (tal como se lee en “Tema del Traidor y del Héroe”, o en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” por mentar un par de ejemplos).

Si la cifra supone lo dual, si lo especular borgeano se sostiene en una genealogía que, como la definió Ricardo Piglia, remite a unos ancestros literarios y europeos por vía paterna, y a otros militares y nacionales por vía materna, ello significa que todo, en Borges, debería ser entendido en términos de relaciones donde nada es sin su contrario y opuesto.

La obra borgeana, de tal modo, termina presentándose en el libro de Horacio González como una construcción arquitectónica que se sostiene por sí misma, pero nunca disociada de todo aquello que la rodea y suscita: la literatura, la filosofía, la mitología, la historia, la política, y el arraigo en un país que la hiere en la misma medida que la invoca.

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