Es desesperante ver cómo la lógica machista recrudece y se habilita en un contexto de pandemia. Parece ser que las identidades feminizadas nos encontráramos en un coto de caza delimitado por el contexto particular por el cual atravesamos. El crimen de Julieta es uno más en el intrínseco modelo patriarcal. Se sigue instalando desde los medios a modo hasta de interjección: “Apareció muerta”. Surgen preguntas que rompen con la estructura de un posible enemigo. Del vecino de enfrente. De aquel que es peligroso sólo por su conducta y que se puede identificar. Preguntas que tienen que ver con el entramado mismo del machismo. Ese que nos parece ajeno y del cual no nos hacemos cargo. ¿Cuándo vamos a comprender que la persona que comete un femicidio o travesticidio fue criado por nosotres?
Podemos ver cómo un pueblo o ciudad se organiza para reclamar justicia, pero no puede mirar hacia dentro y reflexionar acerca de cómo cala en la subjetividad de esa infancia que le digamos que llorar es de nenas, que el celeste es para varón o que si muestra emociones es una mariquita.
Hay que poder entender que hubo una educación sexual en esa infancia (diseñada) que lx bombardeó con estereotipos binarios de supremacía heterosexual, donde finalmente la mujer estará en la categoría de objeto y el hombre de sujeto lógico e incuestionable. Es una carga de la cual luego será difícil deshacerse. La educación permeada por el goteo incesante de la Iglesia que terminará teniendo más influencia en esa vida.
En este derrotero de educación temprana de heteronormalidad obligatoria y machismo que se cuela en todas las infancias, parece que aún hay muertes de primera y de segunda entre las identidades feminizadas.
En el caso de Julieta, como de tantas otras pibas, hubo familias que la esperaban. En el caso de Julieta, como de tantas otras pibas, hubo una sociedad conmocionada que estaba dispuesta a marchar. En el caso de Julieta, como de tantas otras pibas, hay actos de pie y velas encendidas. Pero no en el caso de las travestis o les trans.
A nosotras, que somos hijas de los heteros, nadie espera que volvamos. A nosotras nos toca velarnos entre nosotras, como en los casos de Pamela, Mónica, Mónica La Chiviro, y tantas otras que tienen nombre, pero que la justicia decidió archivar y la sociedad olvidar.
Con la muerte de una de las nuestras, se pone de manifiesto cómo la precariedad, la falta de voluntad política y el desinterés serán los primeros obstáculos para poder acceder a esa justicia que para las travestis/trans parece tan lejana.
El sepelio de Pamela Tabares, asesinada en julio de 2017, fue como un deja vú de todos los sepelios travestis. Cuando fuimos a reclamar a Fiscalía, éramos 15 travestis como mucho. La dejamos sola en la sala funeraria, porque la muerte de una de nosotras es la expresión de la vida que vivimos, y más allá de nosotras no había casi nadie, sólo un par de amigues militantes que siempre estuvieron ahí, que sienten que estas muertes son sus muertes también. A nosotras nos mandaron a investigar el travesticidio de Pamela. Pasaron tres años de esa muerte evitable, porque Pamela, como todas, pidió ayuda hasta último momento.
Pero, entonces, ¿por qué un travesticidio genera tanta indiferencia?
Cuando hablamos de travesticidio o transfemicidio como un crimen de odio, no estamos hablando de un odio como un sentimiento hacia una persona en particular, sino que estamos hablando de cómo, para agredir a una travesti, se usa la violencia social como excusa que justifique ese crimen. Y, en general, hay signos de ese odio, de ese prejuicio, de esa violencia específica, en el cuerpo de la persona agredida. Es de ahí, de las heridas del cuerpo de la persona agredida, de donde suele salir todo lo subjetivo en relación al crimen; si era matar o no, y el motivo de esa acción homicida.
Pero esto es un proceso legitimado socialmente, donde participan las convenciones de “la normalidad” y opera en nuestras cuerpas desde pequeñas.
Entonces, existe una complicidad entre lo social y lo estatal que no se puede escindir. ¿Cómo puede elaborarse una política pública para alguien que fue desechada de la sociedad, que ha sido vulnerada e invisibilizada a propósito porque decidió no ser el macho de la familia, porque la iglesia la condenó a un infierno de exclusiones y esa pena deberá ser pagada en el hades que tiene como terreno el pueblo o la ciudad donde nació?
Su muerte no conmociona porque estaba condenada a muerte desde que decidió transgredir esa norma impuesta. Entonces, el malón que reclama justicia se vuelve silente o ciego cuando la hija de ellos, que es travesti, es asesinada. ¿Por cuánto tiempo más vamos a llevar el mote social de “Las otras”, las que no encajan en este reclamo plural y colectivo?
La mayoría de las muertes documentadas son travesticidios sociales, es decir, consecuencias de una falta de acceso a derechos básicos, como salud, trabajo, justicia y educación. Hay saña. Es un ataque violento desde el primer momento en que no accedés a ningún derecho. Las compañeras mueren en los hospitales, no tienen trabajo, la mayoría fueron expulsadas de sus hogares desde la infancia.
¿Cuánto tardará entonces la sociedad en hacerse cargo con la misma vehemencia de las muertes de las nuestras? ¿Por qué no hay un registro oficial de nuestras muertas?
Lo que no se no nombra no existe, dicen, y la verdad es que nosotras somos ese gran bache que la mirada social esquiva. Las travestis rompemos con el binomio sexo-genérico desde nuestras infancias y, entonces, toda la violencia conservadora y sistemática hace foco en nosotras violentándonos, excluyéndonos. Entonces la muerte, la desidia y el concepto de ancianidad a los 35 años es un devenir pactado.
*Integrante Comunidad Travesti/Trans Rosario
*Ilustración: Jazmín Varela