La familia del cura tercermundista Santiago Mac Guire declaró contra los genocidas que lo secuestraron y lo torturaron en el centro clandestino de detención que funcionó en la casa salesiana Ceferino Namuncurá de Funes.
Bajo una pared en la que luce una escultura de Jesús crucificado, la jueza Mariela Emilce Rojas comienza una nueva audiencia de la causa Guerrieri IV, en la que se desentramará la complicidad de la Iglesia con la última dictadura. Hoy hay otro juicio en la sala de anexo y la principal le queda chica a la audiencia que convocó la familia de Santiago Mac Guire. Un gendarme retiene cuadernos y biromes sin pretexto. Intenta que los testimonios no desborden las paredes del tribunal. Otro está predispuesto a que ningún familiar directo se quede afuera. Detrás del vidrio, dos más conversarán con el genocida Juan Daniel Amelong cuando haya cuarto intermedio.
Graciela Brebbia inaugura la tanda de declaraciones para seguir el hilo de la desaparición de Eduardo Héctor Garat, cuya familia declaró hace dos semanas. Fue la última persona que lo vio antes del secuestro. Él la había acompañado a tomar un taxi para que otra compañera encarara el exilio junto a su beba. Ella supone que Eduardo tuvo la valentía de no resistirse y de no gritar para protegerla a ella.
¿Quién fue Santiago Mac Guire?
La familia del sacerdote tercermundista Santiago Mac Guire tiene por fin la oportunidad de contar su verdad. Lo describe como un tipo solidario y sociable que fue violentado por la dictadura hasta devenir en una persona ermitaña. El terrorismo de Estado modificó su cuerpo y su ánimo para siempre. Sobrevivir al horror dejó huellas. Las marcas fueron: pérdida de masa muscular, calvicie, arrugas prematuras, un riñón extirpado como consecuencia de las torturas y el temblor constante en las manos, secuela de haber estado esposado durante meses.
El primero en reconstruir su figura es Lucas Mac Guire: Santiago era religioso desde niño. Cuando dejó los votos de castidad, luego de haberse enamorado de María Carey, su familia lo consideró una deshonra y jamás se lo perdonó. Fue fundador del sacerdocio tercermundista, se alejó de la iglesia e incursionó en un trabajo social que hizo escuela. Lo recuerda como “un tipo muy querido”.
Mientras su hermano declara, Federico Mac Guire espera fuera de la sala y repite que a Lucas le encanta hablar. Supone que su testimonio va a ser largo. Cuando le toque, Federico aportará que en 1979 su familia tuvo que mudarse a Empalme Graneros, un barrio “de otra clase social». “Yo recuerdo tener terror esos años”, comentará. Hablará de la ausencia traumática de su padre y resaltará la mala conducta escolar que lo llevó a la repitencia. Habrá siete cámaras prendidas de diez conectadas cuando relate que él, sus hermanos y su hermana deambularon por varias escuelas. Declarará que ninguna de las víctimas de la dictadura la sacó barata y que los controles militares en la calle eran profundos. Él se centrará en la noche en que un grupo de policías y un gendarme irrumpieron en su casa e interrogaron a María luego de haber encerrado a Lucas, a Martín, a Bárbara y a él en un dormitorio.
Pero ahora está declarando Lucas, quien vio por última vez a Santiago antes de que lo secuestraran. Era abril de 1978, tenía 5 años y su padre lo había ido a buscar a la escuela. En ese entonces solía usar peluca para camuflarse; aunque los genocidas lo reconocieron. A la salida de la escuela de su hijo menor lo interceptaron en la calle, lo tiraron de la bicicleta, lo golpearon, lo encapucharon y lo metieron en el baúl de un auto donde iban tres o cuatro civiles. El niño se quedó sólo en la calle y pudo volver a su casa gracias a que lo vio una compañera de la escuela.
Infancia fragmentada
Lucas desarrolla un relato muy emotivo al reconstruir su historia familiar, signada por la persecución política. Su hermano Martín hará hincapié en el exilio cuando afronte, de manera remota, su declaración testimonial. Mientras vivían en el barrio Abasto hubo un episodio en que los militares destrozaron su casa cuando no había nadie. “Nos estaban buscando para matarnos”, coincidirá cada testigo fraternal. Ese acontecimiento desembocó en la decisión de emigrar a Paraguay, donde también había dictadura. Cruzaron en balsa y, una vez allí, tampoco pudieron eludir un nuevo destrozo en su hogar, al que iban casi exclusivamente a la noche porque se veían venir algo así. Regresaron a Argentina, salvo por Santiago, que se quedó un tiempo más y luego retornó con otro aspecto físico adrede. Para principios de 1978, la mayoría de sus conocidos estaban exiliados, asesinados o desaparecidos. Al volver a su tierra natal, se enteró de que un contacto que tenía era informante de la dictadura.
Al consumarse la desaparición, María Carey acudió a la iglesia para dar con su paradero. Santiago estuvo en el ex centro clandestino de detención Ceferino Namuncurá, de la iglesia salesiana, donde había ruido de aviones. Él conocía a los soldados que lo habían secuestrado y le revelaron dónde se encontraba. Estuvo entre dos y tres meses ahí. Reapareció en el Pabellón 121 para continuar con el calvario. Las condiciones eran infrahumanas, incluso peores que las actuales para la población carcelaria. Lucas no reconoció a su papá cuando lo vio en ese pabellón. Estaba muy flaco, había perdido alrededor de veinte kilos, se veía deteriorado. Tanto él como Bárbara darán detalles de lo denigrante que era visitarlo en los sitios de reclusión donde estuvo: el Pabellón 121, Devoto, Coronda, La Plata, Caseros, Rawson. Tenían que desvestirse por completo, entre otros maltratos. A veces viajaban para verlo y les mentían con que su padre estaba en una sala especial de castigos, por lo que se volvían sin el encuentro. Lucas considera que su papá nunca volvió a ser el mismo luego de ese encierro injusto: “Estaba apagado, demacrado”.
Eduardo Carey, cuñado de Santiago Mac Guire, también declarará y lo describirá como un “defensor de los humildes” que trabajó en barrios populares. Ciertos sectores eclesiásticos renegaban de su trabajo en la villa, que perseguía el acceso al agua potable, a la salud y a la educación. Ejemplificará con Eugenio Zitelli y con Ángel di Benedetto, dos curas que eran “todo lo contrario a lo que era Santiago”. Su cuñado fue víctima de un juicio militar que le dio una condena de 14 o 15 años.
María Carey se separó y formó otra pareja, sin resignar sus visitas a los penales. Cuando Santiago salió se mantuvo en contacto con Madres de Plaza de Mayo, también con la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Sin embargo, Lucas recalca que estaba desilusionado. Había estado en cautiverio con Eduardo Garat y con Roberto Pistacchia, a quien le agradece su testimonio. El menor de los varones Mac Guire conoció a personas que vivieron horrores similares a los suyos, que también faltaban a la escuela para el Día del Padre. Algunos se suicidaron en el camino o padecieron enfermedades severas. Su madre lo consolaba al advertir que su papá había ido preso por “ayudar a los pobres”.
Total impunidad
Una mujer sostiene la foto de un desaparecido y, sin soltarla, señala al imputado que está sentado junto a su abogado defensor. No baja el índice mientras le dice al hombre que tiene al lado: “Hijo de puta, ese es el torturador genocida Amelong”. Juan Daniel Amelong anota palabras sin parar en sus papeles. Tiene saco, camisa y pantalón de vestir. Habla con su abogado, se ríe.
Martín se conecta al juicio de manera virtual y pone el foco en que su padre era un ser solidario y sociable al que la dictadura convirtió en solitario. Su declaración testimonial será breve. Evitará sentimentalismos para no ponerse triste. Dice que tiene “el día del secuestro medio borrado”, aunque recuerda la noche en la que fue interrogada su mamá con crueldad. De ese acontecimiento recuerda que había un hombre alto y robusto que se destacaba por tener gorra de militar mientras los otros andaban con cascos de policía. Recuerda que los habían encerrado y él no escuchó lo que decía su mamá, aunque sí pudo verla a través de la puerta. “Nos dejó muchas secuelas”, reconoce sobre los efectos de la dictadura cívico-militar-clerical en su familia.
Aporta que Santiago Mac Guire siempre iba y venía, que estaba poco en el hogar. Cuando se reencontró con él después del secuestro le costó reconocerlo. “Estaba destrozado, me acuerdo de haber visto a un viejito”, dice. Martín tenía 8 años en aquel entonces, cuando volvió a ver a “un hombre irreconocible”. “Yo no pude reestablecer un buen vínculo con él porque era adolescente, era rebelde”, comenta. Sobre el final, concluye: “Salimos adelante como pudimos”.
Visitas insostenibles
Bárbara Mac Guire se presenta como hija de Santiago y de María. Tenía 3 años cuando su papá fue secuestrado. Está nerviosa y la jueza lo comprende, le dice que se tome el tiempo que necesite. Sitúa el crimen de lesa humanidad en un momento en que vivía en San Martín y La Paz. Recuerda la intromisión de genocidas en su casa para interrogar a su mamá. Junto a sus hermanos, lloraba a los gritos. Estaban desesperados de miedo. Su madre también lloraba. Los militares y policías bromeaban y mentían con que seguramente los guerrilleros lo habían matado. María entendió que estaba desaparecido.
Bárbara asume las secuelas psicológicas que la dictadura ocasionó en su familia. Distingue la figura de María Carey, una “madre sola con cuatro niños” que recorría cuarteles en busca de su marido. Celebra la labor de su padre, que luchó por los derechos de “los pobres, los más vulnerables”. Lo recuerda desfigurado tras los meses de desaparición forzada. Indica que no le habían dado de comer y que entre abril y junio de 1978 fue víctima de torturas. Cuando lo trasladaron a la cárcel de Coronda, a María le comunicaron que lo podía ver, fue y no lo reconoció. Apenas podía hablar. “Lo íbamos a visitar y nos turnábamos para hablarle a través de los agujeritos del vidrio que nos separaba”, reconstruye Bárbara. “Era una dificultad ir a visitarlo porque no teníamos dinero”, asevera. Recuerda que le mandaba cartas a su papá y que le rebotó una que decía: “Papá, te quiero mucho. Milicos hijos de puta”.
La hija de Santiago Mac Guire señala que la palpaban exhaustivamente en las cárceles: “Hasta la bombacha nos revisaban”. “Soy la última que pudo visitar a mi papá en Rawson, en octubre de 1983, y en diciembre fue liberado”, declara. “Nosotros, los cuatro hijos, tuvimos una infancia muy fea”, recapitula. Y narra que necesitaron ir al psicólogo, además de haber tenido “mala conducta en el colegio”.
“Me imagino lo que debe haber sido para mi mamá con cuatro hijos chiquitos teniendo que encarar todo sola”, reivindica. María Carey pudo dar su testimonio antes de su fallecimiento en 2013. Por último, le agradece a la abogada. Bárbara lagrimea y es aplaudida dos veces al concluir su testimonio: “Muchas gracias por escuchar”. “¡Santiago Mac Guire, presente”, exclama la mujer que antes había señalado al genocida. “¡Ahora y siempre!”, responde el público.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 15/04/23
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