Comenzó la etapa de alegación de la defensa en la megacausa Guerrieri IV, que juzga a 17 imputados por crímenes de lesa humanidad. Según los abogados, los genocidas son todos inocentes.

En el inicio de la audiencia en la que continuarán los alegatos por la megacausa Guerrieri IV, la abogada defensora Laura Sosa Trillo toma la palabra en esta mañana de agosto. Suele asistir al juicio de manera remota, aunque hoy se hizo presente. Sin sentarse, la defensora del imputado Rodolfo Daniel Isach comienza su alegación.

“Llama la atención el nombre”, introduce su cuestionamiento hacia los juicios conocidos como “de la verdad y la justicia”. También alerta sobre los conceptos de clandestinidad y de golpismo. Caratula a la dictadura cívico-militar-clerical como una “trágica realidad de fuerzas armadas convertidas en una suma de fracciones al servicio del señor de la guerra” y la contrasta con gobiernos constitucionales que “no eran apoyados por el consenso mayoritario”. Habla de episodios de “terrorismo guerrillero” en las décadas de los sesenta y de los setenta, a los que el Estado ha respondido con enfrentamientos cruentos. La abogada señala que esos grupos estaban conformados mayoritariamente por estudiantes y desarrolla una conceptualización sobre la técnica de la guerrilla, que implica una lucha en desventaja. En instantes, indicará que la guerrilla urbana “actuaba en la clandestinidad” y opinará que, en aquel caso, “pocos hacían mucho daño”.

En su demonización de la lucha armada, Sosa Trillo recuerda un episodio conocido como “La masacre de Rosario”, en la que 32 policías en un ómnibus fueron emboscados por una bomba en un auto aledaño, en Junín y Rawson, murieron nueve y también un matrimonio de civiles. “El estallido de la bomba fue quirúrgico”, destaca la defensora. Además, recalca que al hecho se lo adjudicó días más tarde la agrupación Montoneros, que hubo 20 policías heridos de gravedad, que en el auto había municiones, desechos y materia fecal, a fin de infectar las heridas; repudia que no haya habido investigación al respecto. Asimismo, cuenta que la orden del gobierno de facto era exterminar a los subversivos, como si fueran una plaga. Resalta la brutalidad con la que fueron abatidos y cómo los imputados son vistos como “psicópatas, asesinos y ladrones” que fueron a liquidar todo lo que de lejos parecía un guerrillero. Enumera algunas vejaciones de los genocidas: torturas, asesinatos, interrogatorios, hostigamientos a las familias. No deja de repetir que la sociedad argentina no acompañó a la gesta montonera. Comparte casos de Europa y de Uruguay, donde por episodios similares hubo capturas y juicios.

La postura conserva cierto grado de ambigüedad. Atribuye el terrorismo de Estado a un conflicto de ideología y a un choque de fuerzas que desataron un “período de sangrienta barbaridad”. Reconoce “espíritu guevarista” y acción católica en aquella juventud militante. Aborda el concepto de clandestinidad “del lado inverso”. Concluida su caracterización sobre el grupo que fue víctima principal de la última dictadura, acusa al tribunal de encabezar un “tipo de juicio con condena ya escrita”, a lo que califica como “terrible precedente”. “El derecho, si es tal, no puede ser arbitrario”, asevera.

Lo que sigue es la victimización de su cliente, modus operandi que imitará el resto de sus colegas. Dirá que es un adulto mayor con enfermedades crónicas, que su esposa fue secuestrada por los militares, que fue otro Isach –Carlos– el que fue miembro del Servicio de Inteligencia. “Hay que investigar, no condenar al primero que se encuentra con la excusa de la clandestinidad”, exige. Y apunta a los magistrados a no caer en lo que condenan. Isach está jubilado como comisario y su abogada utiliza el secuestro de su esposa montonera y el robo de múltiples objetos de su casa para mostrarlo inocente. Afirma que su hijo, Fernando Gabriel, también sufrió por los delitos contra su madre, que falleció meses después de haber sido liberada.

Laura Sosa Trillo no elude las cuestiones técnico-procesales y rememora los pedidos de las querellas: enmarcar a los delitos en la figura de genocidio, ampliar la acusación con los crímenes cometidos contra las infancias, pedir la prisión preventiva. Opina que no han sido “tan justas” las sentencias de la megacausa Guerrieri III, en las que cree que no hubo pruebas de cargo contra su defendido y ese pesar sintetiza su “mayor frustración profesional”. 

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

La defensora refuta la carátula de genocidio con atributos técnicos: el homicidio no fue el fin último, sino un medio para; la ideología política no está incluida como blanco en la tipificación de tal delito. Despega a los crímenes de lesa humanidad de esa figura por el principio procesal de incongruencia. Así como argumenta su rechazo a la prisión perpetua por la edad de su defendido, de modo que tal pena no permitiría su resocialización. Por tal motivo, estipula que es inconstitucional y pide condena de carácter divisible. Celebra que no haya registros de incumplimientos de la prisión domiciliaria del genocida en cuestión, que no haya entorpecido el proceso, que haya pedido autorización para ir al médico y que se haya presentado a declarar cada vez que se lo llamó.

La abogada se resiste a incorporar al juicio los padecimientos de las infancias, ya que los imputados no fueron indagados por esos hechos y eso afecta las garantías constitucionales invocadas. No niega que los hechos fueron aberrantes, sino que asegura que su cliente no estuvo en los sitios donde ocurrieron tales hechos. La negativa ante dichas carátulas y el desprendimiento de cada acusado de los hechos por los que se lo imputa será un denominador común en cada defensa hoy. Laura tilda de “errónea y aleatoria” a la clasificación del fiscal y distingue un “copie y pegue triste y antiguo”. “Más penas no es más justicia”, supone. “Que no se lo condene sin pruebas”, demanda. 

Por último, concluye que la paz social se dará con “sentencias de equidad al caso” y que serán justas en caso de que aparejen legalidad. Comenta que no importa a quién lleven al tribunal, sino que se vaya condenado. Cree que «Verdad y Justicia» es un eslogan, un símbolo del nuevo orden. Se dirige al tribunal, al que le pide “sentencia en certeza, en mérito de prueba”. “No lo vuelvan a condenar como responsable por hechos de lesa a víctimas del terrorismo de Estado”, implora. “No es responsable de los hechos imputados”, retoma. Llama a que tengan en cuenta lo presentado, no lo no presentado porque “estaba en la clandestinidad”. “El único legajo en original que tiene esta causa lo presenté yo”, se adjudica. Y solicita que se absuelva de los hechos a Isach por falta de evidencia.

Defensor por convicción

Gonzalo Pablo Miño toma la posta con una analogía equivocada. Cita un fragmento de la novela Frankenstein, pero interpreta que ese es el nombre del monstruo cuando en realidad es el apellido de su creador. Intenta instaurar que a una bestia se la considera mala cuando en realidad no lo es para justificar los crímenes cruentos por los que se acusa a sus defendidos. Desmiente al fiscal, Adolfo Villate, y rezonga de la instrucción de Néstor Kirchner de iniciar sumarios militares para un grupo de genocidas. Más tarde, hará hincapié en lo duros que fueron los últimos 20 años para los genocidas y se quejará de una supuesta “mentira instalada”. Ahora enfatiza en que “El Villazo” tuvo lugar en un gobierno democrático y opina que los hechos juzgados son un relato; aporta el cinismo de compararlos con las desapariciones forzadas seguidas de muerte de Franco Casco y de Santiago Maldonado.

Niega que haya teoría jurídica en el juicio, para él se trata de un dogma sin ninguna prueba que convierte la guerra en plan sistemático de represión, a las fuerzas armadas en culpables, a los enfrentamientos en deliberados asesinatos, a las detenciones en privaciones ilegítimas de la libertad, a los terroristas en idealistas. Acusa a militantes de haber querido instalar un “régimen a lo Cuba” a través de las armas. Remarca que la organización subversiva argentina contó con una capacidad, con una logística y con un presupuesto sin precedente mundial. Ante lo que llama “guerra revolucionaria”, admite la aplicación de la pena de muerte “contemplando el código de justicia militar”. Aunque no responsabiliza al aparato estatal, sino que pone el foco en lo que considera una “guerra interna iniciada por organizaciones terroristas contra las propias instituciones del Estado”.

Acude al principio de inocencia y a la necesidad de fehacientes pruebas para una condena y pide que no se arrasen las garantías constitucionales. “La búsqueda de justicia no debe tomar el color de la venganza”, increpa. En cuanto a la responsabilidad penal de cada uno de sus defendidos, Miño especifica que ni el Ministerio Público Fiscal ni las querellas han aportado elementos que fundamenten el grado de participación en los hechos de esos imputados. “Basaron sus acusaciones en su pertenencia al Destacamento 121 en Rosario”, se queja.

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

“¿Cuántos testimonios delirantes hay en este juicio?”, pregunta retóricamente el abogado de los genocidas Oscar Giai, Federico Almeder, Osvaldo Tebez, Jorge Fariña y Pascual Guerrieri. Para colmo, acusa a los testigos de fabular y de mentir. “¿Que sentido tiene la realización de los juicios?”, recapitula. E irónicamente sugiere pasar el listado de oficiales e imponerles condena, bajo la obstinación de que las imputaciones no están siendo singulares, sino que se dan por pertenencia al ejército; a lo que nombra como “derecho penal de actor y no de acto”. Exige garantía del debido proceso y derecho a defensa. Se ampara en la presunción de inocencia y en la prohibición de encarcelamientos arbitrarios. Indica que sus clientes no tuvieron dominio de los hechos e insta a no violar el principio de legalidad penal. Demanda buscar “justicia en vez de revancha” y no niega que los crímenes se hayan cometido. Sin embargo, insiste con que la fiscalía no logró probar que los acusados hayan cometido esos delitos. “No es la estructura o la cadena de mando la que demuestra la responsabilidad, sino la participación de hechos”, reclama. “Si la paz y la estabilidad son nuestros fines últimos, el Estado de Derecho debe ser respetado”, recapitula.

Gonzalo Miño reconoce que hay una prueba de cargo, un expediente que demuestra la participación de Tebez, de Giai y de Almeder. A modo de defensa, dice que Almeder no estaba en Rosario al momento de los hechos y que Tebez empezó a usar armas dos meses después de esos acontecimientos. Concluye en que las certezas de la fiscalía están fundadas en indicios. Y, al igual que su antecesora, se resiste a la figura de genocidio, a la revocatoria de las prisiones domiciliarias y a la ampliación de imputaciones. También se rehúsa a admitir la asociación ilícita de la patota conformada por sus defendidos y rechaza la carátula de desaparición forzada.

Asociación ilícita

Sergio Santiago Larrubia es el tercer orador. Comparte las dos razones por las que está en esta causa: la supuesta búsqueda de la verdad y su profunda convicción de que Juan Félix Retamozo, su cliente, es inocente. Se reconoce como un tercero, ajeno y objetivo, durante el terrorismo de Estado. Opina que en el juicio “no se ha dicho toda la verdad” o que se dijo parcialmente, que se difundió “una parte llena de ideología”. 

Defiende la “legalidad” de determinados procedimientos militares para desarticular una organización que había sido declarada ilegal. Recurre a la obediencia debida para atajarse con que la policía estaba sujeta al mando del ejército. Aporta que su cliente era apenas un cabo y que por eso no puede recibir una pena de prisión perpetua por haber participado en la represión por medio de una asociación ilícita. Se pregunta sarcásticamente qué control operacional podía tener una persona que se encontraba en el penúltimo escalón de la fuerza.

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

Tras hacer un comentario de obsecuencia para Miño, rebate la figura de genocidio con conceptos leguleyos repetidos. También señala que no cabe la figura penal de asociación ilícita. Y apunta a las organizaciones armadas por autopercibirse “militares de un ejército revolucionario”. Pone en jaque a la fiscalía por “pruebas parciales” y dice que no corresponde llevar a una cárcel común a un adulto mayor con enfermedad deformante, con patologías cardíacas y con problemas psiquiátricos. “Llevarlo a prisión ordinaria sería criminal”, opina sobre el posible futuro del criminal que defiende.

Más obsecuencia

José Luis Severín ahondará en siete de los doce puntos que integran su alegación. Tiene gestos aprobatorios para con Miño y para con Sosa Trillo. Propone la nulidad parcial del alegato de la Secretaría de Derechos Humanos. Niega terminantemente que su cliente, Eduardo Costanzo, pueda ser coautor de privación ilegítima de la libertad, de desaparición forzada seguida de muerte y de aplicación de tormentos. Se aferra al compromiso de garantías constitucionales en el debido proceso y a la defensa en juicio por afectación del principio de congruencia. Pone en jaque la idea de delitos continuados y afirma: “Cada ataque constituye un hecho independiente”. De esta manera, exige que se rechacen las solicitudes de ampliación formuladas por el bloque acusador.

Para él, Costanzo es ajeno a los hechos por los que se lo imputa, no presenta conducta de autoría y de coautoría y se respalda en la rigurosidad probatoria, antes de llamar a “no banalizar los delitos de lesa humanidad”. Su cliente se ha ganado el desprecio de otros milicos por haber roto el pacto de silencio, acto imperdonable para esas prácticas propias de una logia. Las declaraciones de Costanzo asumen que en el destacamento eran un conjunto. Él se integró a ellos cuando ya estaban armados y todos, tanto detenidos como oficiales, pasaron del ex centro clandestino de detención La Calamita a la Quinta de Funes; de ahí, a la Escuela Magnasco, y más tarde, a la Fábrica de Armas Domingo Matheu.

En el afán de solicitar la absolución de su defendido, lo ridiculiza: “Fariña declaró que Costanzo era un inútil y no sabía hacer nada”. Se adhiere a ese desprecio militar para considerar “poco creíble” que le diera control de los hechos. A propósito, asevera que nunca le fue provista un arma de fuego. El abogado percibe falta de pruebas para determinar quién hizo cada cosa y elucubra que se los culpa a todos de todo.

Cuenta que Costanzo fue secuestrado y vendado, aunque nadie fue imputado por eso, ni civiles ni funcionarios de fuerzas de seguridad. Con la obediencia debida como estandarte, se pregunta: “¿Qué podría haber hecho Costanzo? ¿Renunciar? ¿Denunciar? ¿Ante quién?”. Y se excusa con que las denuncias y los hábeas corpus eran infructuosos durante la dictadura. Enumera prácticas terroríficas y asume que el sistema garantizaba todo con absoluta impunidad. “¿Qué hubiera sido de él si desobedecía?”, retoma.

Niega aportes de Costanzo con la privación ilegítima de la libertad, asegura que fue ajeno a la aplicación de tormentos psíquicos, se refugia en que ningún testigo lo haya mencionado y en que no se registren pruebas de compatibilidad con la aplicación de torturas. Con audible hipocresía, ruega excluir de esos delitos a “un perseguido político”. También socava en que no basta privar de la libertad ambulatoria a alguien para que se considere desaparición forzada; sino que implica negar información sobre tal desaparición. Lo despega de esa acusación dado que “no pesaba sobre él la obligación de dar información”.

El defensor de Costanzo se hace eco del llamado a la piedad de un adulto mayor con estado de salud deteriorado para evitar una perpetua. Por lo que, como manotazo de ahogado, pide pena de carácter divisible y se niega a la revocación de una prisión domiciliaria que su cliente ha roto compulsivamente. El lunes 14 de agosto extenderá su exposición con los otros cinco puntos y terminará el período de alegación de la defensa Julio Agnoli, abogado del genocida Juan Daniel Amelong.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 12/08/23

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