El pasado 25 de agoto falleció Jorge Isaías. Nativo de Los Quirquinchos, produjo una vasta obra poética, y también en prosa. Sus libros fueron publicados en su mayoría en Rosario, pero en ellos habló casi siempre de su pueblo natal, convirtiéndolo en un auténtico mito.
“Ha muerto un poeta”, escribe en las redes un amigo común, Flavio Zalazar. No habría manera mejor de expresar lo que fue Jorge Isaías.
Jorge, al que conocíamos como “El Turco”, o “El Turco Isaías”, aludiendo con ello a su linaje proveniente de Oriente. Y al que le gustaba llamarse “Taiger”, reproduciendo la fonética de ese vocablo inglés, al que también reemplazaba por el hispano “Tigre de las pampas”.
Era una forma humorística, irónica, de auto-designarse, para generar una imagen paródica de quien fue, sin ninguna duda, un luchador incansable.
Pero que tenía, más que de tigre, el perfil de las calandrias o de los jilgueros, esos pájaros amigables capaces de surcar el cielo, para brindar la maravilla de su voz cantarina.
Porque eso fue Isaías: un inmenso cantor, dicho esto en sentido figurado, aunque además literal.
Heredero de esa genética árabe que lo caracterizaba, su figura resultaba imponente. De joven más aligerada, de adulto más recargada, en un caso o en otro siempre se destacaba por la amplitud de su estampa.
Esa grandeza física se correspondía, a su vez, con la grandeza de su alma. Porque en ella latía una sensibilidad aguda, enorme, ilimitada, que lo hacía vibrar ante todo aquello que le brindaba el mundo, o la vida.
Por eso, desde pequeño eligió ser poeta. O quizás la poesía lo eligió a él, brindándole el don de su lenguaje emotivo.
Isaías componía versos sencillos que trasuntaban por igual amor y tristeza. Y melancolía, que acaso sea la forma perfecta de conjugar el afecto y la ausencia.
Escribió incansablemente sobre su pueblo natal, cantando –contando– la vida esforzada y modesta de tantos personajes que, como él, fueron personas de abajo. Seres populares, que en lo despojado de sus existencias encontraban el motivo de su dicha y sus esperanzas.
Y escribió sobre amores imposibles, soñados, con el corazón de un romántico amparado en una aparente rudeza.
Era apasionado, y era pudoroso. Por eso podía manifestar sus fervores sin perder su recato, salvo cuando se exaltaba hablando entre amigos.
Fue peronista, y fue centralista.
Fue un profesor, que supo transmitir a sus incontables alumnos el amor infinito que sentía por la poesía.
Al partir, dejó un hueco, que nada podrá cubrir. Salvo, claro está, su memoria imperecedera.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 02/09/23
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