Lara venía de ganarlo todo. También de no soportar. Entre las dietas, las balanzas, las puntadas en el tibial anterior y la emergencia de la pubertad, también los intentos de callar tenían una suerte de lazo oculto con sus compañeras. En el vestuario, donde deshacerse de los kilos de más era una rutina propedéutica, las mallas superpuestas y los tops le ajustaban las tetas, ocultando el inminente desarrollo. Había que seguir triunfando, como sea, como siempre.  

Para Caren, en cambio, lesionarse en los torneos era su pequeña suerte. En los entrenamientos, su destreza era admirable. Sin embargo, le estaba vedado demostrarlo. Mirar las pasadas de sus contrincantes le congelaba las plantas de los pies que, entre el Algispray y las vendas, hacía tiempo había dejado de sentir. Integraba la élite, Selección Argentina de gimnastas, a fuerza de otra mínima fortuna: una gimnasta se había lesionado y ella ocupaba su lugar. Aun con el aventón de ser parte de esa estirpe, estaba al borde de colgar las manoplas y abandonar. Ya no tenía sentido romperse el alma y el cuerpo para nada. 

Aunque estaban en niveles diferentes, ese día les tocaba competir juntas, compartir la entrada en calor y la eterna espera hasta ser nombradas y pasar su rutina. Con lo poco que la mantenía en pie, Caren sólo anhelaba un resultado: terminar de una vez por todas e irse a su casa. Lara, en cambio, había comprobado que los dolores se adormecían frente a los aplausos y quería más de esa medicina. Con sus 13 años, estaba en el mejor momento de su carrera deportiva y tenía chances de representar al país en los próximos Juegos Olímpicos. 

Finalizada la entrada en calor general y por aparatos, se abrigaron y se dispusieron a esperar. Lara tenía algunos años más, y unas cuantas medallas en el pecho que Caren admiraba silenciosamente. Eran amigas, sí, pero sobre todo, eran cómplices. En sus prolongados silencios habían aprendido a sostenerse, las adversidades eran muchas y cada vez más difíciles de soportar.

En estas prisiones, las vías de escape, las hendijas, son líneas minúsculas, pequeños intersticios por donde una, con suerte y con la ayuda de otros, puede escabullirse. O quizás amuletos, que por alguna extraña razón alivianan el lastre con el que cada quien camina el mundo. Esta es una de esas historias de redención mínima, donde dos gimnastas entrelazan sus dedos por debajo de la alfombra de la corredera de salto y se comparten una información que no cabe en ningún manual de exitismo, desde lo más bajo del alto rendimiento deportivo.

—¿Sabés qué? No mires a las demás, mirá un punto fijo y, cuando te llamen, pasá y hacé lo tuyo. Apenas terminás, volvé al punto fijo. Esa es la única salvación.

Caren recibía el mensaje de su amiga como misivas de un territorio temido, inexplorado, al que todavía no se había animado a atravesar. La tomó, sí, una niña, una navaja y una solución que biselara un horizonte: competir atenuando el frío que empezaba a habitar su corazón. 

Un torneo internacional es como un escenario montado en franca turbulencia, un avión entrando en zona tormentosa, una caída libre y la señal de “abróchense los cinturones”. ¿Existirá algún modo de salir sin estrellarse sobre la cima nevada de esas montañas? 

Mientras Lara le entregaba en mano la herramienta de fino corte, Caren aprendía, también, a zanjar su piel sin cicatrices visibles. Y caer parada en cada intento. Una nueva promesa de la gimnasia artística argentina sobrevolaba el cielo raso y aterrizaba con el pecho erguido en dirección del podio. Aun con los pies congelados, su clavado se avizoraba perfecto sobre la colchoneta.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 18/11/23

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