Todos los ojos, como fichas, puestos en aquella niña de cabello castaño. Un cuerpo pequeño, concentrado, como el de la mayoría de las gimnastas de su edad. Sin embargo, en ella había una diferencia: tenía la firme convicción de ser la mejor de su tiempo, pasar a la historia y recibir, por fin, ese amor tan reticente que le insinuaba su entrenadora a cada segundo de su corta existencia.
Con la mirada fija en ese único horizonte, consiguió finalmente su fama: ser la persona más pequeña en el mundo en anularse el destino. El comienzo de un infanticidio o la suave línea que separa el ser humano del ser muerto. O la maquinaria del rendimiento pasando por arriba, como una topadora, la carne viva, reluciente, exfoliada, de una joven con una vida que ya no está adelante, que está, ahora, aplastada entre las colchonetas.
Fiel al estilo patrón de estancia, así era Marcela. Ojos punzantes y caminata de empeines extendidos, la rigurosidad hecha hombre, ahora mujer, en un club de varones, y en un momento de la historia en el que las mujeres ni la contaban. No era un deporte para un club de fútbol como Newell’s Old Boys, mucho menos si su directora era mujer.
La niña se llamaba Ana y desde muy chica se regodeaba entre medallas ganadoras. Sabía de su virtuosismo y había aprendido a usarlo como fuente de gratitud hacia Marcela: quería ser todo cuanto ella esperaba. Una pequeña juguetería inspirada en el mecanicismo y la productividad, la mejor marca medible de su camada. Entre sus ínfulas estaba el insulto a sus pares y el resquemor con el que trataba a su propia familia. Toda ella era la asistencia primaria ante las urgencias de su entrenadora. Hacía rato que eran ambas quienes ganaban los trofeos.
Marcela tenía contactos con las entrenadoras rusas. Había decidido viajar, intercambiar experiencias y entrenar a un pequeño grupo de elegidas para poder traer a la Argentina las últimas tendencias del entrenamiento de alto rendimiento. Por supuesto, Ana estaba entre ellas. En las mejores instalaciones del mundo, convencida de que ingresarían en una larga línea de montaje ensambladas de gloria y satisfacción.
Y tanta era la elucubración en ese intento que algunos detalles se le fueron perdiendo de vista. Ni ella ni su familia notaban que a Ana la ansiedad le pelaba los dientes, le hacía sangrar las encías y, de tanto dolor, había dejado de comer. Cada cosa que Marcela le pedía la inquietaba sobremanera y se había vuelto un ser de supercompensación. Tan flaca como una alpargata, decía a todo que sí: hasta dormía vestida, con la malla puesta, para levantarse preparada y entrenarse sin perder tiempo.
En pleno entrenamiento en Rusia, todo le quedaba grande y el cuerpo se le escapaba por los agujeros de la malla. Mientras Marcela revisaba el código de puntuación, las manos de Ana, sin fuerza, se desprendían de todo soltándose de las paralelas en un final que nadie había sabido anticipar.
¿Dónde quedaron las medallas? Fue la pregunta que hizo apenas caer, antes de desmayarse para siempre.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 02/12/23
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