Ciudad del Puerto, 1° de julio de 1974
En la última luz del día vuelve a llover sobre la plaza. Ángel avanza lento con la multitud, tiene frío y un nudo en la garganta. El General está muerto. El corazón se detuvo a la una y cuarto de la tarde y empezó a llover, una llovizna fina y helada que cubre a los dolientes como un velo.
Ángel piensa que si renunciara a entender sería ya viejo. Si conoce un designio es la obstinación en buscar explicaciones a todo: a las cosas, al estado de las cosas, al curso vital. Clasifica los fenómenos de la mente humana en racionales y emocionales. Pero a la memoria nunca le encontró un sentido racional, debió ubicarla como una corriente, un impulso químico como tantos otros, el amor, el odio, el hambre. El hemisferio izquierdo, esa zona umbrosa que prefiere evitar.
Se recuerda a los doce años en una plaza con su padre, las corridas, el tumulto, las bombas y los fogonazos. Cómo es que eso vuelve, una imagen se fija y se traspapela para aparecer seis años más tarde nítida como una película, la ciudad revuelta, los gritos, las fogatas de cartones y bancos de escuela. Con su padre estaban los compañeros de la fábrica. Roberto, el delegado, lo abrazó. Había júbilo, una celebración.
Su padre no militaba ni pertenecía al sindicato para no disgustar a su madre. Tenía una paciencia infinita, más por cansancio que por amor. Entonces se conformaba con el diario del domingo y las noticias de Roberto.
Ya van a caer, estos hijos de puta van a caer, decía cuando miraba los desfiles militares. Lo decía por lo bajo, para que su madre no oyera, y Ángel por complicidad masculina tal vez, aprendió sobre esos hijos de puta, y empezó a esperar la caída.
No ve a nadie, ni a Juan, ni al Yepo, ni a Marisa. Pero en algún lugar están, y seguro que de los tres el que llora es Juan. Abrazado a María Lidia, Juan debe llorar.
Vos tenés que estudiar para abogado, decía el padre. Un abogado sirve para defender a la gente, para que no la atropellen en este país. La biblioteca modesta constaba de pocos libros: la Historia de América en el Siglo XX de una editorial latinoamericana, en tres tomos de tapas verdes y letras doradas; un diccionario con grabados de las banderas del mundo que leía de chico, en las reuniones familiares, sentado en el piso, en un rincón; un atlas; y el más preciado: uno de Rodolfo Walsh. Su padre leía mucho, pero eran libros prestados, o de la biblioteca popular. Y él heredó esa costumbre.
Se inscribió en la universidad nacional, en la facultad de abogacía. De Derecho, dice, porque cree en el derecho. Que estudiar derecho sea una manera de compromiso social, como estar en el centro de estudiantes, trabajar para la Patria Grande. El partido está cercado de burócratas, y para terminar con ellos hay que saber de leyes. Mariano Moreno era abogado, el congreso está lleno de abogados. Es una de las facultades más politizadas, junto con la de humanidades. Están los profesores que enseñan derecho civil, los contratos, el derecho comercial. Y están los otros: Abramovich, Garmendia, Adela Massino.
La primera clase a la que asistió fue una de economía política, con Garmendia. Era un aula vieja y húmeda, que daba al sur. Se sentó en uno de los bancos de la última fila. A su lado, un chico de ojos saltones con acento norteño. El profesor hablaba de la reforma agraria. Tomaba nota de todo lo que podía, pero no terminaba de entender. El norteño sí sabía, hacía y al final el profesor hablaba casi sólo para él.
Cuando terminó, salieron a fumar. Era de Santiago del Estero. Después siguió viéndolo en las clases. El Yepo era militante activista. Lo invitó a una reunión, conoció a Juan, a María Lidia, y más tarde llevó a Marisa.
Al Yepo le debe la definición de su actividad política. Su interés por la política se había manifestado desde chico, débilmente, una reacción a la resignación del padre. Después como un tema de comunicación con él. Hasta que pasó a ser su motivación. No le interesan los deportes, ni la música, ni la parte del derecho que se ocupa de la propiedad privada o las sociedades comerciales. Su único interés es la política, si es posible la justicia social. Es como una novia, su mejor compañía. Y su mayor dolor.
Duele y más duele ahora que él está muerto.
Bajo la helada llora, ahora sí, la patria grande.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 09/12/23
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