Bola ocho le empezaron a decir a Caren. Por lo petisa, negra y gorda.

El miedo a engordar era constante entre las gimnastas que dejábamos el alto rendimiento. A los varones también les pasaba, pero menos. Aunque después nos dimos cuenta: el verdadero miedo era parar. 

Fueron años y años de peinarse a contrapelo y enganchar el peine con las cascaritas de las cicatrices. Arrancarlas del cuero cabelludo, dejarlas en carne viva, hacerlas sangrar. Y entregarnos a la anemia, una vez más. 

Ni Caren ni ninguna de nosotras sabíamos sobrevivir al detenimiento. La pausa, el no hacer. Nuestros cuerpos-hornos de fundición, al enfriarse, tiraban manotazos, caían en un precipicio. No sabíamos que los músculos, como las cosas, podían tener matices. Pasar de esa extrema tensión a la relajación, en una persona que estuvo toda su infancia y su adolescencia metida en un frasco de abdominales, verticales a fuerza y pliometría, era como tirar aceite hirviendo en agua congelada.

Y así fue como se nos instaló, en la frente, una certeza inamovible: había que seguir dándole. No podíamos otra cosa. Y con Caren nos metimos a correr. Diez kilómetros, 21 kilómetros y 42 kilómetros. Maratones Quilmes, Canal 3, Canal 5, la del Puente Rosario-Victoria. Y como éramos re pibas y estábamos entrenadísimas, nos iba bárbaro. Siempre salíamos primeras en nuestras categorías.

Entonces, decidimos redoblar la apuesta. Nos invitaron a competir en triatlón. Y allí fuimos. Empezamos a nadar en el río, andar en bici, remar. Todas esas actividades nos mantenían en movimiento. Y en franca crispación. Y Caren, que tampoco podía estar quieta, se entrenaba y engordaba como dos caras de una misma moneda. Sus padres se acababan de separar y le había pegado por comer desaforada. Y cada vez se le hacía más difícil seguir el ritmo. Corría un poco y paraba. Nadaba otro poco. Paraba. Le dolían las rodillas. Y comía. En cambio, yo, tenía la vida organizada debajo del cronómetro. 

Y aunque no la queríamos ver, la verdad dos por tres nos hacía trastabillar y caíamos rodando al piso. A veces, en la vereda, había pozos, zanjas, vidrios rotos de la noche anterior. Y nos cortábamos. Las heridas nos impedían correr por unos días. Y entonces, ese “no poder parar” se transformaba en “no poder parar de comer”. Y yo también empezaba con los atracones que despegaban, como un avión de cabotaje, volando de un continente a otro, de noche, en un pasaje transoceánico y con un montón de desperfectos. Una cosa, después otra cosa, después otra cosa. Kilos y kilos de comida bajo el brazo. “El pan nuestro de cada día danos de hoy”. Y al otro día, sin poder dormir, con llagas en la boca y un montón de ojeras que no cabían debajo de los ojos, la venganza. No importaba si teníamos las heridas al rojo vivo. Había que nadar para bajar. Mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil, seis mil metros seguidos en la pileta. El agua era nuestra aliada. Los tramos que recorríamos estaban hechos de 25 metros de barras de chocolate y pancitos saborizados con queso gruyere. 

Hasta que un día, corriendo por la Costanera, Caren se empezó a sentir mal. Tuvimos que parar porque le bajó la presión. Se empezó a armar un tumulto, llamaron a la ambulancia y, aunque yo quería seguir corriendo, me tuve que subir y acompañarla. Cuando vi todo el despliegue y la aparatología dentro del vehículo, empecé a tomar dimensión de lo que estaba pasando. Hipoxia severa. Internación. Oxígeno. Capas y capas de músculos y debajo, Caren, su voz finita, rodando como la bola ocho.

Cuando los padres de Caren llegaron al hospital, no pude contenerme. Me largué a llorar sin parar. No entendía y tenía mucho miedo. ¿Y si a Caren le pasaba algo grave? Ahora estábamos obligadas a parar, atadas de pies y de manos, con las agujas del suero metidas en las venas, sin poder movernos. Ella estaba internada y yo no podía despegar los pies del suelo. 

En la sala de espera, entre el pánico y la desesperación, se escuchaba, desde un fondo lejano, el estribillo de un tema de Pink Floyd que, como un mantra, desde ese entonces, nunca más pude sacarme de la cabeza: 

“I have become comfortably numb.”

“Me he vuelto confortablemente adormecido.”

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 23/12/23

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