
Cuando el patovica quiso sacar a Emilio a las patadas, él le dijo que era un invitado. Encogido de hombros, le mostró la tarjeta y el vigilante corroboró que estuviera en la lista. El vestidor de Mariana tenía una ventana que daba a la entrada; ella, previendo ese tipo de cruces, se asomó y gritó:
—Yo lo invité, así que dejalo pasar.
Los manteles de lino no llegaban al piso como es habitual en los cumpleaños de quince, dejaban que se lucieran las patas de las mesas de roble señaladas con números romanos, propios de la temática. La vajilla parecía digna de la realeza y en la mesa dulce las tortas se veían riquísimas y meticulosamente decoradas. Al escenario lo rodeaba una especie de gigantografía símil Coliseo y la pista de baile era casi tan amplia como el mismísimo anfiteatro. Emilio no podía creer tanto lujo. Entendió, de golpe, dónde estaba todo eso que a él le faltaba. En la puerta le habían dicho que le correspondía la mesa veinte, pero él nada más veía letras.
—Pss, pss. Es acá. La mesa veinte es acá —le chistó una mujer un poco más joven que él e igual de andrajosa. A Emilio le pareció una incógnita, no entendió por qué estaba señalada con dos equis. Dejó el sombrero en una silla y manoteó dos canapés de una bandeja. Fue cayendo gente al baile y Sandra, la que avivó a Emilio, expuso su teoría de que los habían invitado para ser el safari de los ricachones, pero que no le importaba porque la comida estaba para chuparse los dedos. Un invitado histriónico y canoso de la mesa veinte conjeturó que estaban ahí para demostrarle algo a alguien, que los pobres podían ser educados o algún berretín del palo. Mientras miraba con detenimiento el centro de mesa, una maqueta del Coliseo, el petiso que Emilio tenía bien en frente decía que no le interesaba el motivo porque, de cualquier manera, se alegraba de estar ahí. Una mujer rulienta, a los estornudos por lo fuerte que estaba el aire acondicionado, juró que iba a investigar por qué la habían invitado mientras aplastaba en el plato los sanguchitos de miga que comía con gusto. Emilio señaló que el veinte era la fiesta en la quiniela y les pidió que dieran lo mejor de sí para ser el alma de la noche.

A Isabel, la novia del padre de Mariana, le daba asco acercarse a la mesa veinte. En su intento de desarticularla, se dirigió a la puerta para exigir una exclusión relativamente pacífica. El guardia reivindicó que eran invitados, y le rogó que entrara porque estaba por ingresar la cumpleañera y tenía orden de cerrar el lugar en ese preciso momento. Colérica como cada vez que no se salía con la suya, le subió la presión al escuchar que, en vez de hacer su entrada de anfitriona con Voglio vivere così, de Claudio Villa, Mariana estaba ingresando al salón con Como ganado, ese tema de Intoxicados que había sonado en la radio todo el mes. En un ingreso triunfal, a paso lento y pronunciado, la cumpleañera avanzaba haciendo gestos cuasi raperos.
Sus pocas amigas de italiano le hacían cortina cada vez que Isabel intentaba increparla. Tenían todo estudiado y la suerte estaba de su lado: ese día había salido campeón Racing, excusa perfecta para que sus compañeros de colegio racinguistas fueran con la camiseta debajo de la camisa y rompieran con la formalidad ni bien la anfitriona les diera la señal. Antes de las doce, el salón se oscureció y la gigantografía fue apuntada con luces celestes y blancas a pedido de Mariana, que estaba por soplar las velitas.
—¡Felices treinta y cinco años sin salir campeón! —gritó un pelado de corbata roja amigo de su padre, que por alguna razón brillaba por su ausencia. El chico que le gustaba a la cumpleañera le recordó que Racing había ganado la Supercopa de 1988 y el pelado le contestó que no discutía con pibitos.
Después de la mesa dulce, vino el carnaval carioca planeado por Mariana, pero sorpresivo para Isabel. Lo que sí, habían consensuado que no hubiera vals. Para la madrastra, no tenía que ver con la temática; para Mariana, su padre no iba a estar ahí al momento del baile.
—¿Así que la onda es romana? EL COLISEO SIEMPRE ESTÁ DE FIESTA —le gritó a la mujer en la cara una amiguita del jardín de la homenajeada mientras se calzaba un arlequín albiceleste y agitaba una matraca de cotillón, infiltraciones en las bolsas de seda con finas tiaras doradas y con cascos plateados de soldados romanos. Otra marca firme que impedía el paso de la enemiga al área de Mariana.
—Vamos a mover el esqueleto, aunque sea para bajar el morfi —sugirió Sandra y sacó a bailar a Emilio.
—¡Se ha formado una pareja! —comentó Mariana, que se mantenía cerca de Emilio y de sus compañeros de mesa, en parte, para seguir ahuyentando a Isabel con eficacia. Ella no quería hacer una fiesta obscena en la que la novia del padre ostentara su poder adquisitivo, menos en semejante momento. Pero tampoco era una filántropa, tal vez simplemente pretendía un boicot adolescente, un llamado de atención que estropeara la solemnidad que pretendía Isabel. Tampoco le entusiasmaba la idea de irse a Disney; no le cerraba esa burbuja de fantasía, estaba grande. Nadie se había sentado a escucharla desde la muerte de su madre, así que había optado por fingir hacer las paces para desatar una guerra silenciosa y declararse victoriosa como autorregalo de cumpleaños.
Sus intentos de salir del palacio familiar a veces eran miserables. Aunque a esas personas en situación de calle les había llamado la atención su invitación, en ningún momento consideraron rechazarla. Sin lugar a dudas, en la mesa veinte estaba la verdadera fiesta. Emilio, sin saber que en ese mismo momento estaban fusilando a uno de sus hermanos por la espalda, alzó la copa de un champagne impagable para brindar por haber cortado aquella racha de tantos años sin sentarse a una mesa a comer.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 10/02/24
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