La piedra de afilar está girando. Toto impulsa con el pie la tabla conectada a las poleas. Afila el machete. Se resiste a los motores eléctricos. Dice que la energía de las personas es el motor de todas las cosas. Por eso, en el taller, las máquinas se mueven con pedales y poleas. La piedra sigue girando impulsada por su pie. Se escucha el ruido de la hoja del machete que raspa contra la piedra de afilar. Las chispas salen despedidas hacia adelante. El chorro de esas lucecitas lo acompaña. Toto levanta el machete, mira ambos lados de la hoja para que la luz lo oriente si se afila a su gusto. Después la apoya apenas en la uña del pulgar y la mueve con suavidad. Falta todavía. No deja de impulsar el pedal. Vuelve a sonar el metal que raspa la piedra. Saltan chispas. El canto agudo de la urraca se dispara del ángulo del galpón donde tiene el nido. Saca el pie del pedal. La polea va perdiendo velocidad hasta que se detiene. Le gusta escucharla. Es una urraca morada. Suena como podría hacerlo cualquiera de sus máquinas. La urraca deja de cantar. Toto impulsa el pedal con ganas, la polea cobra velocidad y sigue afilando el machete hasta que está listo. Lo confirma pasando el filo por un pedazo de diario que se abre en dos como si nada.
El rectángulo luminoso que entra por la ventanita alta de la pared ilumina a Clotilde. Está sentada sobre una silla en el centro del galpón. No se mueve. Los ojos bellos, enormes, se revolean para todos lados. Tiene los brazos bien amarrados, lo mismo que las piernas y el torso. A Toto le molestan los gritos. No dejan que se concentre en lo que hace. Por eso el bollo de algodón dentro de la boca y la cinta adhesiva sobre los labios de Clotilde.
Va a buscar a Lulú al cuartito donde la tiene guardada. Le había dejado agua en una escudilla enlozada, blanca con manchitas azules, que le gustó y la compró, y alimento balanceado del mejor. Estaba a gusto sobre las mantas oscuras que le puso en el piso, de las que saltó para hacerle fiesta apenas abrió la puerta. Agitaba las caderas, una bolita blanca de espuma que parecía iba a flotar de un momento a otro. Lulú, le dijo, y la perra se le acercó arrastrándose sin dejar de mover las caderas, como si bailara. La hizo upa. Lulú le lamió la mejilla. Volvió hacia el galpón con la perra alzada con un brazo. Recogió el machete con la mano libre que había dejado junto a la piedra de afilar.
Se paró frente a Clotilde con la perra upa. Clotilde se agitó tanto que perdió el equilibrio y cayó al piso con silla y todo. La levantó. Le sacudió la tierra del pulóver. Clotilde seguía inquieta, no dejaba de moverse. Le dijo que se calmara, pero no hizo caso. Se calmó cuando lo vio parado frente a ella con Lulú en una mano y el machete en la otra. Toto hizo una pausa. Imagino que habrás escuchado nombrar la Ley del Talión. Los ojos de Clotilde se abrieron como volcanes. Repitió detalladamente lo que le había dicho tantas veces. Que no le costaba nada llevar una bolsita durante los paseos de Lulú. Que entendía las necesidades de su perra. Que entendía también que la vereda es pública, pero que la mierda de Lulú era su responsabilidad. La pausa, mientras la miraba, fue para confirmar si llegaban a algún entendimiento. Entendió que no. Las contorsiones del cuerpo de Clotilde subieron de volumen. Le pareció que lo insultaba. Tomó a Lulú de la piel del cuello, la dejó colgando frente a ella y levantó el machete. Clotilde contorsionaba su cuerpo en la silla como una Yarará. Imaginó cómo se pondría cuando viera la sangre, chorreando de la pata amputada de Lulú. Pensó que Lulú no se merecía esta dueña cuando le lamió la mano con la que sostenía el machete. Se acercó a la silla en la que estaba Clotilde. Primero le quitó la cinta de los labios; le sacó el algodón de la boca y comprobó el filo del machete en las sogas que la ataban. Apoyó a Lulú sobre sus piernas. Clotilde lloró con ganas. De la boca le cayó una baba viscosa. Abrazó y acarició a la perra. Toto le indicó la salida, le dijo que se fueran. Caminaron el pasillito, él se adelantó para abrirle la puerta.
Lulú se quedó parada en el umbral. Clotilde estaba pálida. Parecía que iba a desmayarse. Le costó abrir la boca para llamar a la perra. ¡Lulú! La llamó una vez. Lulú se sentó en el umbral. La miraba, pero no se movía. Clotilde volvió a llamarla otra vez, después otra y otra más. La perra apenas movió la cola, la miró, se rascó la oreja y volvió a entrar. Clotilde giró, le dio la espalda. Los primeros pasos fueron confusos y al final salió corriendo hacia la esquina. Toto cerró la puerta de calle y volvió por el pasillito hacia el taller. La perra tomaba agua de la escudilla blanca con pintas azules, cuando Toto se asomó al cuartito. Después Lulú dio algunas vueltas sobre las mantas oscuras. Finalmente se acomodó sobre ellas.
La urraca morada volvió a cantar. Toto miró hacia el rincón donde tenía el nido.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 24/02/24
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