La mantis religiosa se detuvo. Llevaba horas caminando en el desierto y ya no tenía fuerzas en sus patas traseras para continuar. Un cartel de neón, que parpadeaba del otro lado de la ruta, le indicaba que se trataba de un motel. La mantis leía las letras. Dejaba de leerlas. Ahora volvía a hacerlo… 

Cruzó el asfalto caliente, lentamente, como lo hacen las mantis, con movimientos cortos de marioneta, mientras canturreaba una vieja canción de amor: “Tus pequeños dedos en el piano/ tocan canciones fuera de tiempo/ y tus dientes, tus bellos dientes de madera/ están manchados con vino”. Adoraba esa canción, aunque el sentido del latiguillo (“Los problemas llegan/ de tres en tres”) se le escapara. 

El cantero con cactus de la entrada la hizo sonreír. Evidentemente, tenía un fin decorativo. La decisión de dejarlos crecer en esa porción reducida de tierra le hizo gracia, porque los cactus eran la única especie vegetal que crecía en abundancia alrededor del pequeño motel.

Un Chrysler Valiant rosado, impecable, descansaba solitario en el estacionamiento. Le hizo pensar que habría habitaciones disponibles. Luego comprobaría que era un dato irrelevante.

La mantis encontró la recepción desierta. El encargado, un ciempiés adulto, mataba el tiempo detrás de una cortina, mirando televisión. Tuvo que esperar que el lento animal bajara de su sofá, traspusiera la cortina y se asomara detrás del mostrador con sus pequeñas antenitas.

—Buenas noches. 

—Buenas noches —saludó, con tono de reproche, la mantis religiosa—. Necesito una habitación.

—Usted necesita una habitación y aquí la tiene –le respondió jovialmente el ciempiés, alcanzándole una llave. Ni siquiera le preguntó el nombre para dejarlo asentado en el registro. Le hubiera dado un nombre falso, de verse obligada a dar alguno, y de todos modos hubiera sido en vano. Una mantis que llegaba sin coche ni maleta en plena noche podía ser recordada fácilmente.

Recorrió después el pasillo de vivos colores. Una puerta entreabierta dejaba salir algo de luz. Un corpiño, algunas latas de cerveza y petacas de licor vacías yacían tiradas en la alfombra, cerca de las puertas que se sucedían, enfrentándose, a ambos lados del pasillo. Otra puerta, de las mismas dimensiones que las otras, clausuraba el largo corredor: se trataría, pensó la mantis, de la habitación especial del motel.

Cuando pasó frente a la puerta entreabierta, se detuvo y giró su cabeza para que sus cinco ojos buscaran en la penumbra azulada. En el piso descansaban unas esposas de policía, junto con las llaves de un automóvil. Siguió recorriendo el cuarto hasta que descubrió un oscuro alacrán que se disponía a dormir debajo de la cama. La mantis sintió un súbito escalofrío al ver las pinzas y la cola erguida del animal, con su púa letal; no menos letal, pensó, que los suaves brazos de su amada.

Giró completamente su cabeza. De la habitación dos salían extraños sonidos y una suave música que la mantis no pudo reconocer.

Siguió caminando hasta que llegó a la puerta de su cuarto, identificada con el número tres. La mantis festejó amargamente la coincidencia. Puso la llave en la cerradura pero no pudo hacerla girar. Bajó entonces el picaporte con una de sus patas delanteras y la puerta cedió. La habían dejado sin llave, pero eso no sucedería mientras ella durmiera. Sentirse segura por unas horas era lo único que le permitiría abandonarse al sueño.

Su habitación tenía una mesa redonda adornada con flores rojas de plástico. Un antiguo tocadiscos, con la tapa levantada, se destacaba en un rincón. Comprobó, abriendo el cajón de la mesita de luz, que había una biblia. La mantis empujó suavemente el cajón; era un chiste malo que a las mantis las llamaran religiosas por tener las patas delanteras demasiado largas. Con ese mismo criterio, los caballos o los camellos también serían religiosos por ponerse de rodillas.

Se sentía muy excitada todavía para recostarse a dormir. Encendió el televisor. Daban una publicidad. Un hombre gordo rociaba una polilla con un aerosol. Ahora un cartel rezaba “La única polilla buena es la polilla muerta”. La mantis se quedó pensativa, con sus enormes ojos perdidos en la pantalla.

Pensó que debería tomar alguna píldora o alguna bebida para relajarse. Sus antenas habían percibido un olor químico en el cuarto del alacrán, pero pedirle algo a ese animal estaba descartado de plano.

Salió al pasillo y golpeó la puerta que enfrentaba a la suya.

—Pase –le ordenó una voz.

Cuando entornó la puerta, una cucaracha, sobre una cama matrimonial, esperaba que su compañera terminara de reptar por las frazadas.

—Disculpe, me equivoqué –se excusó la mantis, que no quería molestar a nadie.

Repitió la operación en la puerta siguiente. Una rana, sobre las sábanas, miraba como hipnotizada hacia la puerta. Pero antes de que la mantis pronunciara una palabra, un grillo apareció súbitamente entre los almohadones de su cama. Sin pestañear, la rana se lo llevó a la boca, ayudándose con una de sus patas. Luego de tragarlo, parpadeó una sola vez, acusando el esfuerzo digestivo, y siguió mirando hacia la puerta con sus pupilas dilatadas y la papada palpitante.

La mantis cerró la puerta. La siguiente estaba abierta. Varios gusanos adheridos a las cortinas de la habitación parecían comenzar, envueltos en una sustancia viscosa y maloliente, el inquietante proceso de su metamorfosis. 

Su último intento la llevó al cuarto que cerraba el pasillo. Golpeó pero nadie respondió. Cuando entornó la puerta vio que la habitación, tal como lo había imaginado en un comienzo, era visiblemente más grande que las otras. Poseía una gran cama adornada con conchas de mar, un mini bar con espejos y una rocola desconectada. Ajeno a esos lujos, un caracol recorría, sumergido en su propio tiempo lento, casi en estado puro, una raya del empapelado. La mantis sintió que habitaban mundos irreconciliables. Ni siquiera valía la pena hacer el intento por capturar su atención.

Decidió entonces volver a su cuarto. Advirtió, a la distancia, que de la puerta de la habitación número tres salía ahora un débil resplandor rojizo. Hizo unos pasos y aguzó su abdomen, en el que resonaba una vieja melodía familiar: “Ven y comparte mi mesa/ y vierte tu corazón en el mío”. Alguien, sin duda, hacía sonar la canción en el tocadiscos y lo esperaba en el interior del cuarto.

La mantis vaciló unos segundos. Finalmente, apresuró sus pasos hacia la habitación del alacrán, cuya puerta seguía abierta. Una vez que comprobó que sus pinzas permanecían debajo de la cama, estiró su larga pata delantera derecha y recogió las llaves sin hacer ruido.

Cuando llegó a la recepción, el resplandor de la TV proyectaba la sombra china del ciempiés sobre la cortina. No esperaría una eternidad para pagar una cuenta: seguramente lo haría quien ocupaba ahora su habitación.

Recorrió a pasos largos la playa de estacionamiento, mirando de vez en cuando a sus espaldas. Probó las llaves en la puerta del conductor del Valiant. Dio resultado. En un mismo movimiento se sentó y colocó la llave en la ranura del encendido. El motor del Valiant dio un rugido, luego hizo rodar frenéticamente las ruedas en reversa y finalmente las impulsó con fuerza hacia adelante. Ya tocaban el asfalto tibio de la ruta interestatal cuando la mantis se acordó de encender los faros. Pero no lo hizo. Prefirió conducir con sus ojos acostumbrados a la noche, al menos hasta que las luces del Motel se confundieran con esas luciérnagas noctámbulas que suelen deambular por los caminos.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 02/03/24

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