Aranda caminaba por la nieve con pies desnudos, aunque no sentía el frío. Se agachó y, con la palma de la mano izquierda, sacudió la nieve hasta llegar a las piedras forradas de líquenes, entre las que brotaban flores azules. Las cortó con sutileza, las puso en la recámara del arma que llevaba en la cintura y, antes de que pudiera cargarla, una voz altiva gritó: “¡ARRIBA!”.

Todavía no se había levantado cuando sus compañeros ya estaban parados y con la mano en la cabeza. Se encabritó e imitó la seña ante la cara de pocos amigos del capitán Aguilera por el toque de diana inefectivo.

Ese día, la prueba de hombría consistió en tirarse cuerpo a tierra y reptar hasta haber atravesado un colchón de espinas. Aranda recordó su sueño de florcitas azules y que en Malvinas no había flores, tan sólo pastos duros, musgos y arbustos. Las manos que soñaban sacar virtudes entre piedras bajo la nieve calcinante estaban sangrando por aquella tortura disfrazada de disciplina. Quiso sanar los cortes con nieve de la vida real, pero no hubo caso: las heridas eran mucho más profundas, esa sangre estaba infectada de hormonas masculinas.

Apenas les dieron de comer, Aranda aprovechó para tomar la testosterona que tenía encanutada con cautela. En cada ingesta sentía una adrenalina incluso mayor a la de cualquier puesta a prueba de un cuadro superior. En Puerto Deseado había unas quinientas personas y Aranda se preguntaba si sería el único, si sería la única. En aquel entonces no se conocían estadísticas sobre el asunto ni existían palabras para nombrar lo que ahora conocemos como intersexualidad. En semejante puerto indeseable tampoco había camas y ella soñaba paraísos desde el piso de un gran galpón.

Cuando cruzaba conversaciones con otros soldados –habitualmente antes de dormir– el tema más común giraba en torno a lo que más extrañaba cada uno.

—El arroz con pollo de mi vieja —repetía Ariel cada vez que podía. Fernando insistía tanto con el sexo que la mayoría pensaba que era virgen. Horacio no veía la hora de volver a tocar la guitarra. Marcelo añoraba su inodoro. Amadeo se desvivía por sentir calor de nuevo. Carlos estaba obsesionado con volver a la cancha de San Lorenzo. Y Aranda… Aranda, bueno, se quedaba pensando un rato largo.

—¡Gabriel! Te quedaste colgado. ¿Vos qué extrañás? —le increpó Horacio. Recién ahí a Aranda le cayó la ficha: estaba en una guerra. Sus pares extrañaban a mares elementos que él no tenía en cuenta en sus lamentos. La pregunta lo puso en jaque. Reflexionó acerca de que el servicio militar era su escape cruel de la otra rama de la dictadura: la de Luis Alberto Piatti, que le cortaba el pelo y la llevaba a la comisaría en fila india con una sarta de borrachos. El Golpe incluyó muchos golpes.

—La calle —respondió antes de que lo hicieran por él, acostumbrado a que sus silencios fueran objetos de burla.

Al otro día le tocó ir a las islas en el Hércules por segunda vez. Partió desde el regimiento y, mientras la nave se camuflaba entre las nubes para esquivar bombardeos enemigos, creyó que quizá lo mejor era morir ahí, donde nadie sabía que portaba útero ni que se consideraba ¿mujer? Sus compañeros temían una muerte que él casi anhelaba y los ingleses le parecían un mejor enemigo que los milicos genocidas y entreguistas. En la isla, una enfermera recibió los medicamentos y los alimentos. Más tarde, se reprochó no haberle preguntado el nombre porque esa vez sintió que no estaba tan sola, supo que no era la única. Vio en ella una potencial confidente a quien contarle su secreto impúdico, pecaminoso.

En Escobar la esperaba un padre orgulloso de su hijo, APTO A, por haber sido combatiente de Malvinas. Su muerte habría tenido una dignidad impostada, cínicamente heroica, martirizada. La supervivencia sería el acierto de su padre al obligarla a tomar la testosterona deformante que le encerraba el alma de fémina en un morrudo cuerpo de macho.

Mientras descargaba comida y municiones, no podía parar de pensar en su papá. Transportaba cajones con fuerza y, de golpe, se visualizó sobreviviente, orgullosa, yendo a su casa a cantarle las cuarenta: su capricho empecinado con que ella fuera “el hijo varón” lo había arrojado a una guerra de invierno eterno, a un infierno que su padre no podía ni imaginar.

Los soldados de la isla envidiaban a los que llegaban del continente. Creían que transportar víveres era mucho menos peligroso que poner el cuerpo en la trinchera siendo blanco fácil de la potentísima artillería inglesa. Los ataques eran incesantes y la alerta, permanente. Cuando bajaba la quinta caja del avión, vio a un combatiente cargar su fusil y volvió a tener 11 años.

***

Era un día helado de julio y las calles de Belén de Escobar estaban desiertas. La radio de la renoleta crujía a elevados decibeles. Una elocuente voz grave anunciaba la puesta en función de nuevos ministros en la gestión de Isabelita y Guillermo refunfuñaba. Al nene le alivió que las noticias reemplazaran lo que podría haber sido una tensa conversación con su papá.

El vehículo detuvo la marcha en el parque donde hoy está emplazado Temaikèn. Las manos del niño se hacían agua a medida que avanzaban hacia el objetivo. Cuando llegaron a la zona indicada, su padre frenó en seco e hizo ademanes con la mano que exigían quietud y silencio.

—Ya te dije cómo es y ya me viste, ahora tenés que demostrar —ladró con vehemencia palabras que a Arandita le produjeron más inseguridad y temblores.

Intentó cargar el arma a la mayor velocidad y con el menor ruido posibles. Aguardó con ansiosa paciencia que apareciera su presa. ¿Liebre? ¿Conejo? ¿Perdiz? Cualquier animal parecía suficiente para saciar la sed asesina de su padre, que quería sangre, pero que —sobre todo— ansiaba muerte. Repasó las instrucciones en la cabeza, aunque los nervios le nublaron la vista. El disparo sin bala avivó a la perdiz que no pudo matar en ese final infeliz. Falló el empuje de la corredera y se desató el escándalo.

—¡Espantaste a la presa, Gabriel! —rugió Guillermo. No había salido el tiro y la perdiz se había escapado por el ruido.

—Perdón, papá —contestó, cabizbajo.

—¿Perdón? No quiero que me pidas perdón. Aprendé a usar un arma, carajo. ¡Hacete hombre! —sentenció. La orden sonó como una condena.

***

Se sintió útil alcanzándoles comida a sus colegas. Se reconoció fuerte y hasta maternal. No quería cargar armas. No estaba dispuesta a hacerse hombre por más que estuviera ahí, en la guerra, dentro de un corset inescapable. El camarada cargando su fusil se presentó como una epifanía. Lamentó luego –al igual que con la enfermera– no haberle preguntado su nombre. Las semanas siguientes resultaron crudas. La baja de temperatura alcanzó los veinticinco grados Celsius bajo cero. Sin embargo, Aranda se aferró a la vida como nunca antes.

Junio terminó con esa guerra perdida antes de empezar y ella apartó a Gabriel para transicionar a Gabriela y ser hoy –por fin– Jennifer Gabriela Aranda, su arma cargada. Después de haber cumplido con honores el servicio bélico, regresó a una Escobar donde no había podido ser ELLA. Su padre le había obligado tanto a que se armara y a que se inmolara como varón, que fracasó radicalmente en su intento de que se hiciera hombre. Jamás volvió a ver a la enfermera ni al ex combatiente de la epifanía, tampoco pudo acceder a su pensión de veterana.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 30/03/24

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