En los años noventa, Marc Augé, antropólogo francés, definió a los aeropuertos, los shoppings, las estaciones de subtes o colectivos, los supermercados como no lugares. Describió a éstos últimos como sitios en los que hay “ausencia de permanencia, del reposo que reside en los lugares, ausencia de recuerdos, y por tanto de evocación hacia ellos, de poderlos narrar, rozando la no existencia”. Fue un tiempo signado por la discusión acerca de la postmodernidad, a la que este autor denominó sobremodernidad en clara alusión a los excesos que la misma provoca. Bombardeo de información, de consumos, de imágenes. Faltarían entre diez y quince años para el surgimiento de los celulares, primero como teléfonos y luego como potentes computadoras conectadas permanentemente a la red, y el crecimiento exponencial de la información en formatos de los más diversos y de manera simultánea según parámetros establecidos por las grandes empresas del sector informático. Los algoritmos, la selección de algunos contenidos sobre otros, no es caprichosa, sino que es parte de una estrategia que apunta a la frustración de las relaciones humanas para sublimar de ese modo el consumo como forma de realización del ser humano. Quienes fuimos alfabetizados a través de los libros, sabemos que los tiempos pueden ser variados, que hay cosas que llevan más tiempo que otras. Que la imaginación se ejercita, y que los tiempos que nos impone la era digital llevan inexorablemente al estrés. Esta sociedad de datos nos impone una dinámica vertiginosa que se sostiene en algunos preceptos básicos que no son casuales. La realización sólo proviene de la mano de la ultraespecialización o de la autoexplotación. El conocimiento se fracciona, se fractura y se aísla, y cuanto más sabemos sobre una partícula, menos entendemos el contexto. Cuanto más emprendedores nos volvemos menos sentido adquieren nuestros derechos laborales. Cuanto más nos estresamos tratando de entender si las noticias que vemos son verdaderas y cuanto más nos bombardean con artículos que sólo acortan los tiempos para las tareas domésticas, más gastamos ese tiempo en generar ingresos para seguir comprando.

¿Qué compramos? La diferencia entre una identidad y un look es sencilla. En la primera hay una construcción subjetiva, grupal, que implica un accionar, una conducta, un modo de ser. El look en cambio implica una vestimenta, un maquillaje, ir a determinado lugar y asumir determinada pose. Un heavy argentino de los 80 usaba campera de cuero con tachas, pero además asumía una actitud de hostilidad hacia la sociedad, de agresividad hacia la policía, tomaba vino barato, maltrataba a los hippies. Podemos coincidir o no con esa cosmovisión, pero había un modo de vida inscripto en su cuerpo. Así también los rolingas, los punkitos, los hippies, tenían modos particulares de la existencia. Sin entrar en polémicas moralistas acerca de si es mejor o peor ser de determinadas maneras, el look es un modo menos comprometido, más volátil, no excluyente de otros modos: hoy se puede ser gótico a la noche y una persona formal durante el día. 

¿Qué fue lo que cambió? Cambiaron los modos de subjetivación. Los grandes relatos de la modernidad, las cosmovisiones estallaron en mil pedazos, las verdades, los determinismos como la revolución y el hombre nuevo quedaron en el olvido, o sólo persisten en el discurso de personas que no están dispuestas a resignar ninguno de sus pequeños privilegios de clases para llevarlas adelante. Sostenemos los retazos de esa modernidad en una retórica que intenta a cada paso reconstruir algo sólido de lo que sostenerse. Hoy construir un cuerpo hegemónico es la prioridad, cumplir con los parámetros de belleza vigentes es el objetivo, porque vende. Páginas como Only fans, o las mismas redes sociales se convirtieron en una oferta permanente de contenidos, y lejos estoy de ponerme en juez de lo que sucede. Otro de los objetivos recurrentes es conocer el mundo. Pero ¿qué mundo se quiere conocer?, ¿el real?, ¿con poblaciones empobrecidas, epidemias evitables, narco y guerras interminables?, ¿o se trata de conocer paisajes en esa escena recurrente de sonreír sólo para la selfie? Lo interesante de estas situaciones es que todos nos damos cuenta que son impostadas, que se viven como si sucedieran. 

No estoy en contra de la tecnología, es más, me parece que a lo largo del proceso de digitalización de la sociedad se dieron procesos más que interesantes. Pero no puedo confiar en quienes manejan sus hilos, porque ya han dado muestra suficiente de que ha sido utilizada para la manipulación, para el engaño, para inocular en poblaciones enteras el odio, dinamitar las relaciones sociales construidas por la modernidad, orientándolos indefectiblemente a la producción y el consumo, como fin en sí mismo. Boaventura en los noventa escribía acerca de cómo nos robaron los sustantivos, y sólo nos dejaron adjetivar los conceptos de ese momento histórico, y pasamos de hablar de revolución a caracterizar a la democracia como participativa, o directa, o inclusiva. Quizás es un buen momento para insertar nuevos sustantivos en nuestras prácticas sociales, quizás es momento de intentar nuevas acciones que nos permitan volver a tener conciencia corporal de lo que sucede alrededor. La compulsión al consumo y al juego, la adicción a drogas, legales e ilegales, que no es más que consumo problemático de sustancias en contextos de ansiedad y frustración permanentes, tiene más que ver con la falta de magia que hay en nuestras vidas que con que nos vaya bien o mal económicamente. No sale gente sonriente de los guetos donde los ricos tienen casas inteligentes en las que la poesía es un bien de consumo.

Los no lugares que planteaba Augé eran edificios, o vehículos de transporte públicos, lugares donde no se es. La subjetividad que nos propone el nuevo orden mundial, que no es más que los ricos del mundo llevando adelante una estrategia de justificar la apropiación aberrante de las riquezas, y del imaginario social, sólo tiene sentido si nos sentimos pobres, si creemos que está bueno vivir así. Lo que nos proponen es el no lugar existencial, que nuestro deseo final se encuentre muy lejos de nuestra posibilidades, y que percibamos siempre nuestra vida como algo sustitutivo de eso, que nos quede siempre la sensación de que nunca vamos a alcanzar la tierra prometida. 

El deseo es soberano, y se conecta con cosas posibles si formateamos nuestra cabeza desde el afecto como fin y no como medio y si cada instante de nuestra vida es vivido con intensidad, permitiéndonos sentir todo, desde la alegría inconmensurable a la tristeza más profunda. Nuestra peor enfermedad, nuestra más nefasta pandemia es la incapacidad que tenemos de mostrarnos como seres rotos y contradictorios. El lugar existencial no lo habita un perfil, lo vive una persona de verdad que tiene que enfrentar paradojas afuera y adentro, que es capaz de amar, que no necesita tanto para vivir bien, y que por sobre todas las cosas es consciente de que el tiempo es una variable mucho más importante que la guita ya que su vida tiene fecha de caducidad.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 25/05/24

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