Quién sabe adónde estaba cada quien ese día en que se fue a descansar el General. Yo sé bien adónde estaba mi corazón triste, mi llanto contenido, mi dolor adolescente. Y el peso de mi desconsuelo.

“Podría decirte la verdad, pero estaría mintiendo”, dijo el diablo y allí empezó el fin, cuando de atrás suyo alguien se hizo eco y sentenció: “Por lo menos es sincero”.
Proverbio peronista del Siglo XXI

 

Era lunes. Me acuerdo bien porque todas las mañanas de cada lunes en el Liceo Militar eran terribles para mí. Después de un fin de semana de franco, despertar al alba en la cuadra siempre era más angustiante. A lo largo de la semana esa sensación se iba naturalizando. Sí, aquel 1º de julio de 1974 fue lunes. Hacía frío y yo tenía apenas 13 años, aunque me sentía todo un adulto.

Mientras me cambiaba, sentí que una nueva semana volvía a caer sobre mis espaldas, como el bulto que nos hacían cargar en cada revista de equipo, una de las formas más odiosas de castigo: había que estirar en el piso el cubrecama y meter allí todo lo que teníamos en el armario, que compartíamos con el compañero de cucheta.

Una vez que ya nada quedaba en el roperito, había que atar un nudo con las cuatro puntas del cubrecama, cargar esa improvisada bolsa al hombro y marchar al campo de deportes, abrirlo, y ahí comenzaba la “revista de equipo”: un oficial mencionaba uno a uno cada artículo y cada quien debía mostrar que lo tenía; caso contrario, se registraba “a cargo” del cadete, lo cual no significaba otra cosa que pagarlo.

Pero además, al que le faltaba algo se lo castigaba con “días de arresto” que, en rigor, no se cumplían en un calabozo. Se trataba de un perverso sistema de cómputos por el cual al llegar a determinada cantidad de “días de arresto” se perdía desde la mitad a la totalidad del franco, y se iban descontando décimas del puntaje ideal de “conducta”.

Conclusión: todos nos transformamos en ladrones, robando a otros aquella media, camiseta, cepillo de dientes o lo que fuera que nos faltara. En la mayoría de los casos la primera víctima era quien compartía el armario con vos. Y en mi caso fue la primera muestra de lo que representaba un régimen que estimulaba el individualismo más feroz entre chicos que en otra circunstancia hubieran elegido ayudar al otro y no hundirlo en el castigo. Ser solidario era visto como un rasgo de debilidad imperdonable. Y yo era peronista…

Noticia triste

Pero volvamos a aquel lunes 1º de julio. Como cada mañana, nos levantamos, hicimos la cama, nos aseamos y marchamos a desayunar. Somnolientos, cabizbajos, sólo alguno tenía el humor necesario para hacer alguna joda. Del comedor al aula, a clase.

No puedo recordar qué materia estábamos cursando cuando, a media mañana, entró un teniente, le dijo algo al profesor, y de inmediato nos mandaron a todos a la cuadra, donde nos esperaba un dragoneante que nos ordenó hacer las valijas y a ponernos el uniforme de salida. Nos íbamos de franco especial. Nos miramos. Era raro. Muy raro. Un lunes. Pero primó la alegría por zafar y volver a casa. Sin embargo, vaya a saber por qué, algo sombrío, un nubarrón oscuro y siniestro, se apoderó de mis pensamientos.

Camino a la plaza de armas del Liceo todo fue silencio. Se podían ver soldados marchando en orden cerrado, vehículos que se dirigían a toda velocidad hacia los puestos de guardia, movimientos inusuales. El viento helado arrastró las hojas y con ellas llegó, clara, la voz de un capitán que le decía a un suboficial la palabra “acuartelamiento”.

Foto: Sara Facio

Nos hicieron formar como cuando había un acto patrio o se izaba la bandera, por compañías. La mía era la Tercera Compañía. Había inquietud en el ambiente. Hasta que apareció el director del Liceo, un coronel que gritó la típica orden: “¡Firrrrmes!”. El sonar de los tacos al juntarse resonó en la plaza de armas. Luego ordenó descanso, y separamos los pies, más relajados. Y el tipo se largó a hablar. Lo primero que dijo es que las Fuerzas Armadas estaban acuarteladas en todo el territorio nacional. ¿El motivo? “Acaba de fallecer el Señor Presidente de la Nación”. No lo nombró. Fue lo que menos me importó. Mis piernas temblaron. “Murió Perón”, pensé, y ya no escuché más nada, o más bien no recuerdo qué más dijo ese muñeco engorrado.

Sólo había lugar en mi cabeza para imaginar el dolor de mi vieja, mi abuela, mi tía, las tres llorando a moco tendido, seguramente, mirando la televisión, que suponía no tendría espacio más que para esa gigantesca pérdida. Se había ido Perón. Más de la mitad de la Patria estaba de luto. Millones de personas desoladas, almas a la intemperie, corazones huérfanos.

No sé cómo marchamos hacia la salida, no sé cómo subimos al bondi, seguía pensando cómo se puede morir un inmortal. Todavía no sabía que el Viejo acababa de entrar a la inmortalidad, que nada en esta Tierra podía llevarse puesta tamaña memoria.

Recién volví de esas cavilaciones cuando a un pichón de gorila de mis compañeros se le ocurrió decir: “Viejo de mierda, bien muerto está”. O algo así. Pasaron 50 años para andar recordando textuales. De lo que sí me acuerdo es del derechazo que le metí en la trompa a ese mamerto que cada domingo lloraba por tener que dejar a sus papis y ahora se hacía el hombre. Nos separaron de inmediato. Hubo reproches a ambos, pero a nadie más se le ocurrió celebrar la muerte del General. A la distancia me siento uno más de los que custodiaban su partida para que no la manchara ningún malnacido.

Lo demás se reduce a la tristeza más profunda. Subir las escaleras de casa corriendo, saltando de a tres los escalones, atravesar el hall, dar los tres o cuatro pasos que separaban la puerta del pasillo de la pieza de la Baba, mi abuela, que estaba, como siempre, postrada en su cama a causa del reuma, llorando sin parar, abrazada a mi vieja y mi tía, las tres hipnotizadas mirando la pantalla del viejo televisor Zenith, que ya mostraba esa fila infinita de gente que quería darle el último adiós al último de los padres de la Patria.

La Nena, mi hermana, y Tatán, mi hermano, sentaditos en el piso, a los pies de la cama de mi abuela, dieron un respingo al verme y me abrazaron fuerte. Yo no quería llorar, pero ya estaba llorando. Tatán me preguntó: “¿Qué pasó?”. Y no supe qué contestar.

A 50 años de aquella fría mañana de julio del ‘74 sí sé lo que pasó: se nos fue para siempre una parte irreemplazable de nuestras vidas. Y ya nada pudo ser lo mismo.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 29/06/24

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