Diana atesora una obra de arte excelsa que condensa tres retratos: de frente se ve a José de San Martín, desde la derecha se distingue a Eva Duarte y desde la izquierda se dilucida a Juan Domingo Perón. Su familia lo conserva desde el día del derrocamiento del General, en 1955.
Diana vive en zona norte con su marido y una de sus hijas. Casi en la punta de la ciudad, a metros de la Circunvalación, abre las puertas de su hogar en un día húmedo y apenas fresco para desempolvar una reliquia de imágenes visuales repletas de palabras. El tesoro en cuestión está apostado al costado de la mesa y es la joya del lugar, cuesta dejar de mirarlo. La obra de arte, con técnica despampanante, condensa tres retratos: de frente se ve a José de San Martín, desde la derecha se distingue a Eva Duarte y desde la izquierda se dilucida a Juan Domingo Perón. Pero la mixtura de rostros en una misma pieza es tan deslumbrante como la historia con la que el impactante objeto llegó a sus manos.
El relato comienza con la historia de ese cuadro que venció al tiempo. En épocas de Perón al gobierno, el imaginario social propagaba la mitomanía de que los militantes peronistas entrarían a las casas oligarcas para hurtar todos los bienes. La forma de protegerse de esa amenaza infundada era simular ser peronistas; algo paradójico, ya que durante tanto tiempo las y los peronistas debieron disimular que lo eran para sobrevivir. Entonces, los oligarcas adornaban sus paredes con fotos del “bombero pirómano” que no había en sus casas ya de bebés.
Pero el 23 de septiembre de 1955, la oligarquía organizada derrocó al General con un golpe de Estado y los gorilas rasos perdieron el miedo a que asaltaran sus viviendas, dejaron de impostar un justicialismo que nunca habían profesado. La abuela de Diana, Deolinda, le contó que algunos eran antiperonistas acérrimos y se despojaban de toda esa simbología con un odio visceral, quemaban y rompían cuadros. Otros, simplemente, querían deshacerse de lo que no los identificaba, de lo que no necesitaban más para protegerse.
En ese descarte, el jefe del abuelo de Diana segregó de sus pertenencias el cuadro de triple rostro. Él, que trabajaba en el sector de mantenimiento de una empresa que producía televisores, le preguntó a su patrón si podía conservarlo. El empresario le respondió que hiciera lo que quisiera con esa cosa, que ya no la necesitaba y le era indistinto que fuera a parar a la basura o que alguien se la apropiara. Perón fue destituido por la autodenominada Revolución Libertadora –La Fusiladora, para la retórica justicialista– en 1955, meses después de un bombardeo a Plaza de Mayo que no lo mató, pero que tuvo la puntería de llevarse la vida de 309 compatriotas que pasaban por ahí. Los peronistas no robaron las casas oligarcas, aunque ese patrón les cedió sus desechos, que para el abuelo de Diana estaban cargados de derechos.
El cuadro sintetiza una distribución de la riqueza sin saberlo, acaso una excepción a la regla que confirma que la teoría del derrame no deja nada para el Pueblo. Fue a parar a una casa laburante. Su otrora dueño siguió siendo patrón y su apropiador no dejó de ser peronista jamás. El cuadro se mudó a un hogar que lo enalteció con lealtad, en vez de aquel lugar de escudo ante un temor. La esposa del salvador del cuadro se ocupó de que estuviera arriba del espejo del comedor, donde atendía a sus clientas.
—En época de dictadura era un peligro tener un cuadro como éste. Era un peligro tener un libro, imaginate un cuadro —recalca. Aunque esta obra de arte sin igual sea un bien preciado, Diana devela cuál es el mayor tesoro en su casa. Se trata de un pedazo de hoja de la corona del velorio de Evita, amortiguado en una nota de papel enrollado en la que su abuelo, con varios errores de ortografía, dejó testimonio de haber hecho fila durante 14 horas para verla. En varias ocasiones, Diana señala la sencillez y la profundidad con la que son capaces de expresarse las personas que no están del todo alfabetizadas; como su abuelo, que había nacido en Europa, pero que se consideraba argentino, residente desde su más tierna edad.
Ella guarda la ternura de su abuela en la voz y en la mirada, un poco se puede conocer a Deolinda a través de su relato. Hacía tocados de novias en su propia casa. Su abuela y su abuelo le enseñaron qué era el peronismo, y ella lo heredó como una forma de actuar y de vivir, material suficiente como para resguardar el cuadro que le confiaron para que quedara en manos peronchas. Su abuela conoció la miseria en la infancia, el hambre de poca comida para una multitud de hermanas y de hermanos.
—Todos los gobiernos nos vieron, pero el peronismo nos miró. Y nos ayudó —solía destacar Deolinda. Diana no comprende el desprecio por el otro ni la ambición enfermiza. Es peronista, kirchnerista y cristinista. Considera que el peronismo abarca la solidaridad con el otro, el querer colaborar con quien tiene menos que una; sus palabras son la sinonimia del escudo del Partido Justicialista: una mano que alza a otra que está más abajo. Se considera peronista desde siempre y cree que eso es una forma de vivir en sociedad, de actuar. Digna nieta de su abuela, quien se asumía “peronista de la primera hora”, hace hincapié en hacer algo por los demás, como donar ropa –siempre en buen estado– o comida; pero también enfatiza en la importancia de decir buen día, de sonreír y de mirar a los ojos cuando no se puede ayudar de otro modo. Pertenece a la clase trabajadora y profesa cuidados pensando en el otro, cosas simples como envolver y encintar restos de vidrio para que no se corte alguien que revuelve la basura.
Su abuela estuvo muy presente en su infancia. Junto a su marido, era una militante peronista muy activa y organizada que pegaba carteles en tiempos de unidades básicas en todos los barrios. Acostumbraba a cocinar de más y a redistribuir su riqueza culinaria entre personas del barrio que eventualmente pasaban por la puerta de su casa. El velorio de Evita fue, para ella, el puntapié de un rito silencioso y conmovedor. Diana lamenta no haberle contado que lo había atestiguado, desde la cocina, sin decírselo a nadie hasta hoy. Deolinda arrancaba la mejor flor de su jardín –habitualmente, un jazmín– y la posaba en un florero lindero a una fotografía de la Jefa Espiritual de la Nación.
—Era algo entre ella y Evita —aclara, al tiempo que recrea el gesto tierno con el que la mujer se besaba el índice e, inmediatamente después, lo llevaba a la frente de su santa popular. Celebra aquel ritual tan genuino en un momento en el que piensa que casi todo parece para la foto. Se emociona a ojos húmedos mientras mueve las manos en imitación a su gran maestra.
Deolinda era una mujer blanca como la leche y tenía hipertensión. Cuando le hablaban mal de Evita y de Perón se ponía bordó, con ojos saltones; se tornaba irreconocible con la piel clara devenida roja. Increpaba a las vecinas que odiaban con furia a Eva, pero aceptaban su máquina de coser. Ella podría haberla adquirido, pero su marido –con mucho trabajo dignificado por Juan Domingo– había conseguido comprarle una; y prefirió dejarle ese derecho a quien más lo necesitara. Para Diana eso también es ser peronista: tener oportunidades para trascender y darles chances a quienes no las tienen.
—Evita había encontrado la fórmula para terminar con la pobreza —advierte. Se explaya sobre la figura de hogar-escuela en la que las infancias eran cuidadas durante la semana, y tanto madre como padre laburaban para mejorar su ranchito y recibir a las criaturas los fines de semana; una noción de trabajo incorporada por Evita que resultó bastante igualitaria en una época en la que no era habitual que las mujeres trabajaran de manera remunerada. Ahonda acerca de “los únicos privilegiados” en la Argentina peronista y desliza que, hasta Eva, lo que ahora se conoce como hogares de huérfanos se llamaba asilo. La reina de Christian Dior revolucionó el lenguaje para llevarlo a una cálida plebeyitud. Las infancias que allí residían dejaron de vestir atuendos grisáceos de pies a cabeza para lucir colores. Les regalaron juguetes, pusieron en juego su deseo y así dejaron de ser lo que Diana llama “un espectáculo de circo”. Su abuela le narró cómo, en 1955, las militantes peronistas lloraban mientras las oligarcas tiraban al fuego libros y frazadas de esos chicos, a quienes el peronismo les había dado “lo mejor, no lo último”; la felicidad del Pueblo, no las sobras.
Pero el odio hipócrita que arañaba la máquina de coser con recelo es una prueba de esa enfermedad tan «viva el cáncer» que es el antiperonismo. En su adultez mayor, Deolinda discutió hasta el último de sus días en la cola del banco, rezongó e increpó a las mujeres que cobraban jubilación por amas de casa gracias al kirchnerismo y que, aún así, hablaban pestes de “la Yegua”. El gorilaje y su eco sintomático. A días del comienzo del juicio en el que serán imputados los autores materiales del intento de magnicidio a Cristina, Diana no entiende cómo se puede despreciar tanto a quien te da una mano y sabe que a la Jefa la han atacado más que a cualquier otra persona de la dirigencia política por no soportar esa valentía y ese talento en una mujer. Tiene sobre la mesa una revista en la que Cristina Fernández de Kirchner luce un atuendo blanco el día de su primera asunción presidencial, escoltada por la mirada de su marido.
—El momento en el que toqué el cielo con las manos fue cuando Néstor bajó los cuadros —asume. Para ella ser peronista es no olvidar, es tener gratitud, e implica un reclamo incesante por los Derechos Humanos y contra la dictadura que desapareció a 30.000 argentinas y argentinos para borrar de un plumazo las conquistas justicialistas. El día más triste fue el primero de julio de hace medio siglo, cuando pasó a la inmortalidad Juan Domingo Perón. Era una niña y no se olvida, supone que el Pueblo jamás vivirá una tristeza igual.
Su abuelo lloraba en una época en la que los hombres no lloraban en público. Su abuela estaba desconsolada. En el barrio trabajador en el que vivía ese matrimonio de amor, la gente salía de las casas, lloraba, se abrazaba. El grito común: “Nada sin Perón”. El silencio común: la vida sin Perón. La pareja que tanto la quiso y la cuidó estaba destrozada. Ese día conoció el desamparo, nunca se sintió más vulnerable. Podía hacer cualquier cosa y no se iban a dar cuenta, andaba desprotegida porque su par protector así lo estaba, y no era para menos.
—Ya nunca más los iban a mirar —refuerza, acongojada. Perón cayó. Pero el peronismo no calló. Deolinda lo llevó como bandera hasta el último de sus días. Mientras muestra viejas libretas de afiliación al Partido Justicialista y antiguos libritos de socios de Rosario Central, Diana cuenta que su marido quería mucho a Deolinda y que ese afecto era mutuo. Hace unos años, en 2018, su salud empeoró y se supo en sus últimos días, ya ni siquiera hablaba. Una mañana, él se sentó a los pies de la cama y le dijo que no aflojara.
—Hola, compañera Deolinda, hoy es un día peronista —le comentó por última vez. Ella atinó a darle una respuesta cortita y al pie. Al otro día falleció. Sus últimas palabras fueron: “Viva Perón”.
Juan Domingo pasó a la inmortalidad hace 50 años y en todo el país, incluso en estos tiempos, se le rinde homenaje. Todavía hay calles, escuelas, estadios de fútbol, hospitales y centenas de otras instituciones con su nombre; a pesar de las bombas, de los fusilamientos, los compañeros muertos, los desaparecidos –a los que los militares antiperonistas sí les hurtaron los bienes de sus casas–. Evita es inmortal incluso desde antes. Diana prolongó aquel ritual sensible con una costumbre: dejar la flor más sencilla y silvestre frente a la tumba de Eva Perón cada vez que visita sus restos en el Cementerio de la Recoleta. Deolinda fue y es una peronista reivindicada por su familia. Y esta también es una forma de inmortalidad.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 29/06/24
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