Nos encontramos ante un momento de quiebre de la identidad de quien era el actor principal, el creador de plusvalía (ganancias empresarias) en la modernidad: el obrero industrial, y más actualmente el trabajador. En esta columna ya hablamos de los no lugares existenciales, una identidad asociada al consumo, a la frivolidad de la realización del deseo de tener. También recorrimos los caminos de comprender a las personas y por ende a los trabajadores, ya no como sujetos sino como individuos en procesos de subjetivación. También recorrimos algunas características de las transformaciones que se fueron dando en los ámbitos laborales, que terminaron de dinamitar la reproducción simbólica del obrero clásico, alienado por la repetición sistemática de la labor fabril y, a su vez, la transformación del proletariado en lo que Bifo Berardi llama “cognitariado”, o sea, que además de su esfuerzo físico, los trabajadores ponen su mente a funcionar en la maquinaria, con el consiguiente agotamiento padecido hoy por la demanda laboral. 

En este artículo voy a intentar comprender qué sucedió con la representación sindical de las y los trabajadores con las organizaciones gremiales y con su representación. Antes que nada, me gustaría aclarar que soy un admirador de la historia de lucha de nuestro pueblo y del rol de las organizaciones sindicales en esa lucha. Por otro lado, me gustaría intentar reconocer algunas características del momento histórico que hoy nos toca vivir. En primer lugar, en nuestro país hay una tradición sindical que tiene tres grandes corrientes, la oficial de tinte verticalista, sin democracia interna, en la que el sindicato oficia como portavoz de la patronal. Una segunda que simula una democracia interna dando lugar a una participación no vinculante, en la que se hacen reclamos sectoriales pero se cede antes los requerimientos de fondo de los factores de poder, y una tercera combativa cuya dinámica no está directamente asociada a alguna ideología, sino que permite una vida interna participativa, genera movilización y exige mejores condiciones laborales no sólo para sus afiliados sino para toda la clase trabajadora.

En nuestro país, y ante el avance de un gobierno neoliberal signado por el absurdo retórico, por la indolencia hacia la población, con una impronta violenta, persecutoria y estigmatizante, las diferentes centrales sindicales toman distintas posturas respecto a las medidas a llevar adelante para no perder derechos. Los sindicatos estatales, apabullados por el achicamiento del Estado con los consecuentes cierres de ministerios, secretarías, departamentos o sectores, y el despido masivo de trabajadores y trabajadoras, tienden a la reducción de daños intentando minimizar el impacto en sus filas de afiliados. Al no tener una dinámica permanente en los lugares de trabajo, no hay organización efectiva que permita una movilización ante situaciones de despidos. Se limitan a acompañar, y a ayudar a las y los trabajadores a aceptar su condición de desocupados, en muchos casos con el argumento de que hay que defender a quienes aún tienen trabajo. 

Defender los puestos de trabajo se volvió más importante que defender a los trabajadores. La abstracción del tiempo que le vendemos a las empresas, esa falacia que permite que durante el horario de trabajo tenemos que estar disponibles para lo que nos necesiten. La flexibilización laboral, la polivalencia funcional, que sólo fueron discutidas a principio de los 90 en su aspecto ideológico, terminan haciéndose carne en las organizaciones sindicales que defienden lugares y no personas. Estas tecnologías de trabajo asociadas a los cambios productivos neoliberales sucedieron con una resistencia simbólica y no nos hicimos responsables de su aplicación, de su instrumentalidad, sólo lo negamos con el argumento de que eran artilugios de la patronal, haciendo caso omiso a que se habían convertido en parte de las reglas del juego del trabajo, y por ende de las estructuras de funcionamiento. La transformación en la identidad de los trabajadores, que fueron mutando gradualmente en consumidores, la ausencia de formación y capacitaciones acordes a la realidad que se iba transformado, alejaron cada vez más a los representantes sindicales de sus representados. La percepción de estos últimos de que el aporte sindical compulsivo era una usura, de que los gremios no representan sus intereses, de que los sindicalistas son corruptos, aparecen en campañas cada vez más intensivas de desprestigio en los medios de comunicación primero y en el mundo digital después. 

Otra cuestión a tener en cuenta es la percepción que tiene el laburante acerca de su propio trabajo. Y es aquí donde surgen algunas contradicciones, porque si bien la mayoría cree que el trabajo dignifica, porque permite consumir bienes y servicios, por otro lado se encuentran disconformes por diferentes motivos. El sueldo, la carga horaria, el maltrato en sus diferentes variantes, acoso laboral, sobreexigencias de responsabilidades, no asignación de funciones, y en casos más extremos acoso sexual, amenazas y extorsiones. Esto acompañado de una cultura que culpabiliza a los desocupados con el argumento de que no hacen el suficiente esfuerzo, son un cóctel explosivo en el que se encuentran inmersos la gran mayoría de los trabajadores y trabajadoras que para completar el cuadro de situación son víctimas de recortes presupuestarios, limitando las funciones, como así también de amenazas permanentes de despidos masivos.

En nuestro país hay una larga tradición de lucha. Las organizaciones sindicales tuvieron un protagonismo que le brindó a la familia trabajadora cantidad de derechos que el poder real quiere barrer. Quizás es momento de dejar de correr tras una coyuntura construida por los medios de comunicación y tener una agenda propia que implique llegar a las y los laburantes no para bajarles línea, sino para comprender qué es lo que viven hoy. Tal vez podamos pensar en que el movimiento trabajador incorpore sangre nueva, que las representaciones se construyan en espacios plurales, y que del disenso salga la fórmula negociada para enfrentar un enemigo común que es cada vez más poderoso y tiene cada vez menos escrúpulos.

La calidez de la palabra compañeros y compañeras, el respeto de las opiniones más allá de coincidir o no, la posibilidad concreta de que lo que dice alguien pueda modificar lo que pienso, porque le tengo confianza, porque siento que tenemos un destino común, porque hemos perdido mucho tiempo dentro de dinámicas patronales, y porque podemos hacer que en las organizaciones que buscan cambiar las cosas cada cual pueda hacer un trabajo acorde a sus aptitudes y valores. Es afirmando nuestra existencia dentro de la complejidad del momento histórico y de las subjetividades que se construyen hoy que debemos disputar su significación y que vamos a construir sentido para que militar sirva para cambiar algo.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 06/07/24

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