El Fideo dibujó una parábola. Derrotó a lo caprichoso del azar, que lo fauleó con lesiones y otras chanzas. Siempre se lo quiso querer, pero en el medio aparecía la barrera del exitismo derrotista que pedía las credenciales de triunfo. Y lo tóxico, la agresión hacia lo que se está imposibilitado de amar.

Pero lo tantas veces esquivo llegó, por insistencia y decantación, y obligó al exitismo a proponer autoamnistía. En legendarios y nuevos coliseos del mundo, se reveló el nombre: aquel Ángel Di María fue –hallazgo de Víctor Hugo, el poeta radial- el encargado de llevar el mensaje de gol del Diego de los cielos al Messi-as.

Desde entonces, nadie parece recordar las puñaladas verbales lanzadas contra ese flaquito interminable que a los 20 se enredaba con su propia gambeta y que entre el domingo y el lunes se despidió como leyenda consagrada y en su mejor momento, a los 36. Sería bueno que Di María quede como lección de que no hay que hablar de más, sobre todo en la agresión que pretende justificarse exigiendo resultados. Como si la ilusión y el amor conllevaran el derecho a reclamar compensaciones.

Es posible que Di María haya sido el mejor as de bastos que hemos tenido. Siempre es temeraria una afirmación así, porque el pasado cuenta: Kempes tuvo a Luque, Maradona a Caniggia, Messi y Riquelme alcanzaron a regalar algunas flores de lo que no pudo ser. La impresión, subjetiva desde luego, es que ninguno estuvo tan cerca del otro como el Ángel de la guarda del genio actual. En calidad, geografía y complicidad. Siempre cerca.

En la Final de la Copa América 2024, Di María se despidió embebido de otras circunstancias mitológicas, sanando nuevas parábolas: cuando las desastrosas y artificiales canchas estadounidenses volvieron a cortarle las piernas a un 10 argentino, y su llanto se confundió con el de aquel de 1994, el Ángel quedó en juego. Con la zurda, la picardía, la fe. Con la posición y la inteligencia. Con la cinta, el liderazgo y la conducción.

Al final del camino, el flaquito rosarino se había quitado hasta la última espina. En la foto del adiós mostró que el as de bastos estaba pulido, y siempre fue un bastón de mariscal que el Ángel guardaba en su mochila.

*Nota publicada originalmente en la Agencia Paco Urondo

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