
Chuponear una mielcita era lo más parecido a tener novio.
Era así: en el Cenard estaban con que teníamos que comer zanahorias crudas. Un invento de las entrenadoras rusas para llegar mejor a los Juegos. Y, a mitad de mañana, una pastilla naranja abajo de la lengua. Pero nosotras nos hacíamos las boludas y nos metíamos una mielcita, un mini sachet con una especie de caramelo líquido de distintos colores. Con la panza sobre el caballo contábamos trescientos mil espinales mientras revoleábamos la mielcita adentro de la boca y les hacíamos creer a todos que éramos re obedientes.
También teníamos un permitido: el Jaimito, un jugo congelado que venía en una bolsa. Se chupaba por un agujerito y, automáticamente, te transformabas en insulino-dependiente, además de darte un shock inmunológico. El de frutillas era uno de los más ricos pero por el de Coca todas las gimnastas dábamos la vida.
Después, entre el azúcar y el ácido láctico, no podíamos pegar un ojo.
Pero la piloteábamos. Viajábamos con un destornillador en el bolso y, en la villa olímpica, desarmábamos las llaves de luz o los enchufes y escondíamos el arsenal bajativo: Toblerone, Shot, Bon o bon, Nugatón, Suflair, alfajores Suchard o los Blanco y Negro de Bagley, esos con maní en la tapa.
De tanto pescar golosinas entre los cables, descubrimos que la electricidad tenía lo suyo. Se corrió la bola entre los atletas y, ese año, en la villa olímpica, el furor fue darle con los dedos al enchufe.
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Esteban Sabadotto
23/07/2024 en 12:43
GENIAL LULI , ME ENCANTOOO!!!