Pasó el domingo, las calles ni siquiera estuvieron sucias. Salimos campeones, pero el humor social no permitió el festejo. Pocos bocinazos, nada de pirotecnia, casi una metáfora de los tiempos que corren. La depresión social es cada vez mayor, se ve en la calle, en el tránsito, en nuestra cultura, que si bien resiste, porque nunca deja de hacerlo ya que es su motor creativo, es embrionariamente, en ámbitos privados, en grupos cada vez más pequeños. Los mandatos sociales nos entran por todos lados, la meritocracia hace estragos en tiempo de billeteras flacas, cuando el consumo no logra sublimar la frustración que sentimos por estar cada vez más solos. 

Suena en las propaladoras que podrían ser de 1984, de Un mundo feliz, o de la película Brazil, la consigna de: “Sed resilientes”. Diego Fusaro, filósofo italiano, dedica un libro entero a este concepto. Odio la resiliencia, de 2022. El recorrido que hace tiene por objeto dejar en evidencia cómo se utilizó un concepto, que en psicología tiene una connotación positiva, la posibilidad de encontrar una salida a situaciones traumáticas, a través de la aceptación y la adaptación al nuevo contexto, con el objetivo de provocar un nuevo equilibrio mental, para naturalizar las desigualdades y la injusticia. Plantea esta categoría como negativa, cuyo objetivo es plenamente ideológico, busca instaurar una categoría de lo social, de lo político, de lo económico. En este contexto la felicidad está dada por la capacidad de adaptación y la aceptación de la realidad como única solución a los problemas. 

Si pensamos en la política argentina, todos quienes participamos para que la derecha no instale un tipo como Milei en el poder, sentimos una profunda impotencia cuando empezamos a ver que existía la posibilidad concreta de que se siente en el sillón de Rivadavia. El segundo sentimiento, un poco atravesado por el bombardeo mediático también, fue el de la autocrítica, ya que la sensación de fracaso colectivo, pero también individual, hizo presa de nosotros. Como si fuéramos culpables de 40 años de neoliberalismo. Muchos/as intelectuales, políticos/as hicieron diagnósticos, lecturas de la coyuntura, en las que vimos nuestras equivocaciones como si fueran miserias, donde vimos la desigualdad de recursos como si fueran claudicaciones, en la que encontramos muchos errores y pocos aciertos, sin entender la coyuntura, y analizando a gran parte del electorado como si fueran realmente a tomar una decisión sobre algo trascendente en sus vidas: ¿Esto es realmente así?¿Llegaron a desarrollar un espíritu crítico?

La resiliencia sería aceptar lo existente, no por bueno, sino por inmutable, lo que provocaría una adaptación del sujeto al objeto. A su vez opera sobre la historia profundizando la idea de fatalidad del destino. El hombre resiliente es hijo del desencanto posmoderno y no tiene nada por lo que luchar y creer. La lucha de clases entre los trabajadores y el capital deja de ser percibida. La apropiación desigual de la riqueza es un eje de los debates pero no de las políticas. Combatimos al neoliberalismo en algunos discursos superficiales y lo reproducimos en la representación, en los modos de organización, en la utilización de los recursos, y se disciplina a las bases que intentan no ser tan neoliberales. 

Es importante dar la batalla cultural y lingüística y para ello hay que dejar de hablar como los que mandan. La resiliencia es resignación, así como el ajuste es empobrecimiento, la apertura de la economía es pérdida de soberanía y los trabajadores freelance son precarizados, son en apariencia empresarios que compiten libremente. En este punto es en el que la meritocracia como forma cultural ha logrado instalar la idea que miseria y explotación son errores individuales, que los fracasos y derrotas son una oportunidad y que hay que estar agradecidos de que nos sucedan. Por todo esto dejamos de lado la búsqueda por un mundo mejor.

Volvemos a la Argentina 2023, un escenario de elecciones, en el que los representantes del peronismo le hablan a un electorado harto, cansado de la promesa incumplida de un asado por semana, que lo que plantea su rival es la miseria, el hambre y el desempleo, mientras que el candidato de la derecha les dice que si la pasan muy mal ahora, luego van a estar bien. La política ya no es una herramienta para cambiar la vida concreta de la gente, sino un gran aparato retórico que habla de cosas que nada tienen que ver con la cotidianeidad. Gana el que expresa sentimientos, aunque esos sentimientos sean el odio, el desprecio, la violencia y la amenaza. No es que la gente no entienda la política, es que no le interesa, y los políticos hacen de cuenta que nada pasara y mantienen más relaciones con sus pares de pensamientos diametralmente opuestos que con las personas a las que representan, que con las bases que los llevaron al lugar en el que se encuentran.

Visto de este modo, en la última década, nuestro mundo se encuentra gobernado por un totalitarismo capitalista que sólo admite una comunidad, la del mercado. Y va deconstruyendo desde lo simbólico, pero también desde lo legislativo, desde lo económico, desde lo político, las demás instituciones: la familia, el sindicato, la escuela y en última instancia el Estado. Lo político se evapora. La ira de la injusticia se apaga con la resiliencia de sujetos apolíticos, narcisistas y consumidores. El método utilizado para la aceptación, el no cuestionamiento, es la mentalización que permite asimilar los golpes con fortaleza. La apatía reinante tiene motivos materiales, económicos, relacionados a la falta de consumo, es como una abstinencia que golpea lo más profundo de nuestro ser, que no es tan profundo cuando lo miramos bien. Culparnos de las variables macroeconómicas no nos lleva a ningún lado, ni tampoco seguir haciendo autocríticas cuando sabemos que el principal problema es la distribución de la riqueza, que los ricos sean tan ricos a costilla de los pobres y los laburantes. La realidad no debe ser definitiva, tenemos que poder pensar que es posible transformarla, que quizás no va a ser de una sola vez, que habrá avances y retrocesos, y que hacen falta utopías para que suceda, que no tengamos un norte. También tendremos que hablar de los valores que nos van a mover, qué ética vamos a sostener y cómo es la misma en la vida de todos los días. 

Generar las condiciones que posibiliten la imaginación para salir de la apatía y de la depresión es una tarea de todos y todas, valorar los afectos por sobre lo material nos puede ayudar, pensar que la realidad se puede cambiar, de a poco, en los tiempos de la naturaleza y no del mercado, evaluar en base a parámetros que tengan que ver con nuestra ética, que cada quien pueda participar colectivamente haciendo lo que mejor sabe, para así también ser valorado por su singularidad, pero sobre todo ser afectuosos, zafar de la competencia, patear bien lejos el echar culpa a los más vulnerables. 

Me quedo con la foto de la Copa América, en la que quienes tuvieron éxito, llevan en andas al más proletario del plantel, el utilero, el que no deja de laburar nunca, porque lo importante en ese momento no fue el trofeo, fue la lección de cariño, de afecto, los abrazos, los besos, que la Selección nos dio. El éxito sólo se define por su contrario, el fracaso. Si logramos entender que el solo hecho de intentarlo es un triunfo, vamos a ser más felices, y si compartimos ese intento, la felicidad va a ser doble.

Publicado en el semanario El Eslabón del 20/07/24

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