Minos, nacido en un hogar prendido fuego, sus padres no estaban y él miraba al techo. Extrañamente tenía dos ojos manifestantes en una comunidad ciega. De entrada, ya sabía que iba a tener que mentir. Si salía de la cuna no se sentía él y no sabía cuál era su lugar. En la profundidad de las cavernas comenzaba a vivir. De la pared colgaba un reloj cucú, por lo tanto, lo primero que aprendió fue la hora, la daga del tiempo infinito haciendo todo a su paso mortal. Por las ranuras de la puerta entraba la luz del sol y de la luna y el ruido de las olas del mar, el tiempo fue haciendo de él una continua metamorfosis, pero su esencia seguía siendo la misma, cómo no iba a ser la misma despertando y acostándose con el mar, el dolor y el tik tak del reloj. Lógicamente nada debería ya atraerle a este hombre, pero en su estado de locura le importaba todo, en otras palabras, básicamente no le importaba nada al desdichado, excepto sus fantasías. Una vez salió de la cueva, subió a un cerro para ver de dónde venía la luz, no obstante, en un momento se concentró para abajo, en la muchedumbre de penumbras humanas y se acordó del reloj. Inesperadamente su juventud se convirtió en fatiga y bajó a la playa a contar las arenas del mar. De tanto observarlo, lo quiso penetrar y se sumergió en las aguas caóticas y saladas. Se sumergió en sus canciones de cuna y al ser de barro en unos minutos del reloj cucú, se derritió, sus ojos fueron bienvenidos por costras que no se abrieron durante décadas. Bajo un puente vive su hermano Paolo, dulce y humilde. Le gusta llorar acompañado y caminar por la ciudad sonriendo hasta que alguien le devuelva la sonrisa. Nadie se los enseñó, ya de entrada sabía toda clase de juegos. Luego de volver del paseo queda solo, esperando que el sueño lo atrape, mira la luna, mira dentro de él y el brillo de sus ojos parece resplandecer en sus entrañas. Buscando ausencia de pronto huía del tan deseado trato de las demás personas y quedaba ahí pareciendo un demente que no sabe lo que quiere. A diferencia de los demás hombres, quedaba en silencio y ausentemente pasaba a un estado de la mayor tristeza posible, fuera de sí, con temor por los hombres corrientes a los que les sonrió todo el día bajo el sol. “Vuelve en ti”, le cantan los pájaros nocturnos. “Vuelve en ti, Paolo, ya sale el sol”. Él les devolvió la mirada de un espectro y las aves huyeron espantadas. La siguiente noche volvieron y se posaron en él sin saberlo, se posaron felices en una roca brillante al lado del río. Una roca enorme ubicada justo donde más acariciaba la luz de la luna y del sol, una roca que se llenó de poemas callados y que restan eternamente por decir. Eran tres, Seminaris –el tercero– se encontraba en cualquier casa, contando los barrotes de las ventanas elegidos por su mujer por la inseguridad, ¿viste?, barrote tras barrote rezaba y fumaba sorprendiéndose de las formas que llegaba a formar el humo. Como antes se sorprendía de los movimientos a los que podía llegar una pelota en el fútbol en la cortada. El placer como bien supremo le llegaba en sueños y como jubilado por lo tanto dormía todo el día. Era querido, no entendía la estimación de los demás ya que había perdido la suya propia ese verano, ese día, esa hora, ese cumpleaños. Se adaptó y haciendo como que comprendía se engañaba sin comprender, con mucha cortesía. En una navidad el tonto de plata, el novio de la nena, sacó una foto grupal, fue un flash que alegró a todos, pero para Seminaris fue el último que iba a percibir desde afuera. La cámara absorbió su alma y desapareció ya que, teniendo en cuenta que desde hacía rato era pura alma recorriendo la casa, quedó atrapado dentro de esos nuevos chips, esas nuevas memorias que pronto iba a ser desechada por la de la nueva publicidad. Por suerte, antes el viejo fue descargado en la PC de última generación, como un chiste para quedar dando vueltas hecho un rayo de electrón. Se volvieron a encontrar, dicen, un día nublado en el que las nubes los puso bajo sombras en las cuales bien observaron sorprendidos la vejez. Rieron dejando entrever sus dientes amarillos entre sus barbas blancas y largas recordando haber pisado el paraíso y el infierno juntos un par de veces, un par y nada más. Luego se separaron, pero entendieron que un hermano está a un costado, caminando con uno hasta el final. Como un fantasma, un alma, un amor, un recuerdo, un amigo. Ellos siguieron la sangre que latía en sus venas, qué pecado cometieron señor, ahora, en el purgatorio, los tres esperando, frente a usted, su resolución.

Publicado en el semanario El Eslabón del 03/08/24

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