Unos días después de la muerte del tío Rogelio, Coronel apareció en casa y papá lo adoptó como parte de la familia. Llegó una mañana soleada de sábado y se quedó en la puerta esperando hasta que alguien lo hiciera pasar. Papá se alegró con su llegada, ya que no sólo era el perro de su hermano fallecido, sino que ahora ese perro lo elegía a él. El gesto fue suficiente para que lo invitara a quedarse, y esa misma noche, se le notaba cierto orgullo en las palabras que le dirigía al galgo.

El tío Rogelio había sido jefe de la estación de trenes del pueblo. Se crió en el mundo de los trenes y pasó por diferentes puestos, empezando como fogonero y llegando hasta el cargo más alto. Sin embargo, siempre mantuvo esa humildad y perfil bajo que lo distinguían del resto. El tío era solitario, aunque siempre tenía la compañía de los perros. Los iba a buscar al costado de la vía, donde todos sabíamos que los abandonaban: cerca de donde el tren hacía una curva, junto al basural, entre los pastos crecidos. Cuzcos lastimados, cachorros rechazados por sus madres, galgos heridos y hasta perras preñadas a punto de parir. En la última época, llegó a adoptar hasta ocho perros. Coronel era un galgo atigrado de los pastizales, lo había encontrado de cachorro y fue su primer y único galgo.

El día que llegó, Coronel se sumó sin problemas con el resto de los perros. Al principio hubo algunos gruñidos y pelos erizados que duraron varias horas, hasta que Coronel se echó a dormir al sol junto a ellos. Cada tanto, alguno que otro le mostraba los colmillos, intuían que Coronel contaba con el cariño de la familia y, además, papá lo ponderaba siempre. Papá vendió la casa del tío, y con ese dinero, más unos ahorros que guardaba, compró la pequeña chacra de Don Aurelio Torres. Tenía una casa con tres habitaciones, dos gallineros de las ponedoras, un corral para criar chanchos y un molino con un tanque lleno de musgo, que tardamos cinco días enteros en limpiarlo hasta el fondo. Cuando por fin pudimos ver a través del agua transparente, nos bañamos todo el verano. La chacra estaba a tres kilómetros del pueblo y cerca pasaba el arroyo. Pescábamos y nos bañábamos cuando el sol ardía en la espalda. Hasta Coronel se zambullía para luego volver lleno de barro. A Leticia le daba risa verlo de otro color, de atigrado a negro brea.

A papá parecía que con el pasar de las semanas se le iba yendo la tristeza por su hermano, y además ahora se podía dedicar a otra cosa: darle de comer a las ponedoras, recolectar los huevos, limpiar los gallineros y el corral de los chanchos. Hasta los domingos lo veíamos hacer la rutina con un gesto de casi felicidad. Con el pasar de las semanas, se fue olvidando de la fábrica en la que el encargado lo tenía de punto, como decía mamá, quien le quitaba siempre el sueño y lo ponía de mal humor.

Papá repetía que Coronel era un compañero ideal para el campo a diferencia de los otros perros que estaban siempre echados. Nunca se separaba de nosotros, corría sin descanso varios kilómetros y cuando íbamos a la escuela, nos acompañaba todo el trayecto. Al llegar, nos esperaba afuera, sentado a la sombra, tranquilo. Los otros alumnos y casi todas las maestras le habían tomado cariño. Cuando recorríamos esos tres kilómetros en bicicleta con su compañía, el camino se volvía más corto. 

Los días de lluvia no íbamos a la escuela, las calles se llenaban de barro y se formaban charcos grandes donde a veces veíamos reflejado el cielo gris. Si estábamos en clase y veíamos que se acercaba una tormenta, las maestras nos mandaban de vuelta. En esos días Coronel se ponía nervioso. La directora aseguraba que el perro intuía el pronóstico, ya que cuando empezaba a ladrar en la puerta de un aula, era seguro que se acercaba un diluvio. Nunca erraba.

La primera vez que lo desconocimos fue un mediodía a la salida de la escuela, cuando uno de los mellizos Martínez, el Colorado, al que le faltaba un pedazo de la oreja izquierda, lo esperó a mi hermano Ulises. Esa mañana habían discutido sobre cuál de los dos equipos había resultado ganador en el último partido del sábado. Primero se gastaron con los chistes de siempre, pie de plomo, huevo herniado, y después se pusieron más serios. Se gritaron hasta insultarse, y en un momento, mi hermano escupió la cara del Colorado. Todos vieron el salivazo que dio en el ojo del otro que se quedó quieto, sin poder hablar. El Colo era rencoroso y traicionero, lo amenazó con que se la iba a cobrar. Ese día, el Colo se fue antes de que las maestras lo advirtieran, y se quedó a la esquina agazapado para esperarnos. El primero que lo vio fue Coronel. Lo sorprendió con una gomera en las manos apuntando hacia nosotros. Se le fue encima con los colmillos acechantes, pero no llegó a morderlo. Apenas le pellizcó los talones con los dientes. Fue una advertencia. De un segundo a otro, pasamos de los nervios a la risa. Ahí mismo lo retamos a Coronel, que obedeció de inmediato. Luego, el Mellizo se fue corriendo para su casa con los ojos abiertos como nunca antes le habíamos visto.

Esa misma tarde, a la chacra llegó el padre de los mellis, el abogado Martínez, y le advirtió a papá que mejor atara al perro. La próxima, dijo, lo denuncio en la comisaría, va a ir usted preso en lugar del animal. Se lo gritó mientras volanteaba para dar la vuelta y tomar el camino del costado del campo.

Apenas se fue el abogado, vimos cómo a papá se le había transformado el gesto en la cara. Lo único que me falta es perder la chacra por un pendejo mordido. A partir del otro día, Coronel ya no nos acompañó más a la escuela. Lo habían atado en el árbol de la entrada. Pasamos frente a él sin siquiera mirarlo y se desesperó tirando de la soga como si fuera capaz de derribar el fresno. Nosotros nos alejamos con los aullidos encima, que se escuchaban como llanto.

Pero una vez apareció en la escuela. A la hora de la salida lo vimos que se recostó en el medio de la calle justo cuando venía una moto, y el motociclista por intentar esquivarlo, cayó de cara al suelo. Los ojos de todos los padres miraron hacia el accidente. La noticia no tardó en llegar a los oídos de papá.

Unos días después de aquel episodio, se acercó a la chacra el vecino de enfrente con su viejo pekinés agonizando en los brazos. Dijo que hacía varios días que Coronel comía de la basura de la puerta de su casa y que cuando el pekinés ladraba, Coronel lo miraba endemoniado. A nosotros siempre nos quedó la duda de que nuestro perro lo hubiera atacado. Por esas semanas habíamos visto que andaba por la zona un matonegro cruza con galgo, medio lobo, al que nadie se le acercaba y creíamos que ese había atacado al pekinés.

La gota que rebalsó el vaso fue la tarde en la que Coronel se apareció en la cocina con una tira de chorizos entre sus mandíbulas. Apenas lo vio, papá lo persiguió para quitárselo. Fue imposible, Coronel escapó con la tira hasta perderse en el monte y adivinamos que antes de que lo encontraran, ya se los había devorado. Al principio no supimos de dónde habían salido, pero después nos enteramos de que los había robado en una carneada de los Pérez, en el campo del intendente. Al volver del monte, papá dijo que si el dueño se enteraba, se iba a complicar la cosa.

Esa noche en la cena, mamá con el rostro cansado, enumeró todas las macanas de Coronel: el accidente de tránsito, lo del pekinés, el robo de la comida, la sospecha de las tres gallinas muertas de la chacra vecina, y el tema de los pozos en la huerta. Aunque nosotros creíamos que había sido la comadreja que andaba vichijeando cerca del gallinero, ella no paró de hablar hasta que papá, furioso, salió y buscó el látigo de lazo trenzado. Ahí nomás, Coronel recibió de sopetón tres latigazos. Y nosotros sentados sin poder movernos de la mesa, oímos los llantos profundos del perro.

Después de unas semanas, Coronel dejó de comer y se le abichó una oreja lastimada. El veterinario dijo que había pasado mucho tiempo con la herida abierta, y no sólo eso, sino que la infección se le había ido al oído interno, y de ahí, al sistema nervioso. Que con el paso del tiempo se volvería agresivo, iba a ser difícil salvarlo.

—Últimamente se ha vuelto muy dañino —agregó mamá.

—No hay mal que por bien no venga —sentenció el veterinario. —Sacrifíquelo, Don Lorenzo, no deje que el animal sufra más de la cuenta.

En esos días, papá andaba extraño, se iba solo al arroyo y a veces no respondía a nuestras preguntas. Una noche me levanté a tomar agua y por la ventana de la cocina vi que él andaba en la oscuridad del patio, dando vueltas, fumando y de a ratos miraba al perro.

Fue un jueves por la tarde cuando papá tomó la decisión. El Uli, con la voz temblorosa, se ofreció a acompañarlo. Al oír esto, papá buscó el rifle y se lo dio en la mano ya cargado. Ninguno quiso salir a ver y nos quedamos en silencio sin querer entender, como si fuera un sueño.

Desde la cocina, detrás de las puertas, escuchamos el primero de los tiros. Luego llegaron dos más. Las descargas tenían un eco que las volvía interminables. Hasta que sobrevino el silencio. Para mis oídos, el último disparo había sonado como esos rayos que caen en seco los días de tormenta. Pero el cielo estaba sin nubes y el sol de la tarde se apagó de repente.

Esa noche nos fuimos a dormir antes de las nueve y soñé con el tren que llevaba basuras quemadas con partes de animales que no lograba descifrar. Mientras oía ladrar a los perros, que interrumpen el silencio de la noche, escuché la lluvia serena y supe que al día siguiente no iríamos a la escuela.

Publicado en el semanario El Eslabón del 10/08/24

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