Veinticinco años. Qué canosa tengo la barba, la puta madre. ¿Y usted que está leyendo esto, qué tal? Le propongo un ejercicio. ¡No, no! No se preocupe, nada de correr, ni de abdominales, un ejercicio tranqui: imagínese usted por un segundo a finales de los 90, tener una cantidad limitada de fotos para sacar. Y que además cada fotografía que usted tome le va a costar dinero. Y que ese dinero sea escaso. ¿Imaginó todo?, bien, ahora le voy a contar la historia de cómo nació el departamento de fotografía de este periódico, de cómo íbamos a escanear las fotos en papel a la casa de Javi García Alfaro, de cómo el Turco Sarkissian nos traficaba fotos de agencias en un zip, de cómo un rollo de 36 fotogramas tenía que durar un mes entero. De cómo empezamos a dar cursos para poder solventar el área en cuestión y de cómo logramos conquistar un altillo que estaba destruido y transformarlo en nuestro laboratorio y centro de operaciones.
Lector sepa usted que yo fui el primer fotógrafo que tuvo este periódico, con todo lo bueno y todo lo malo que tiene ese título. Aprendí, como se aprende a andar en bicicleta… a los golpes, equivocándome mucho, pero siempre acompañado por el staff fundador, que le puso rueditas y paciencia a mi aprendizaje.
Recuerdo los primeros cierres de edición en los que todos hacíamos un poco de todo. Redactores, correctores, editores, repartidores, cocineros, cebadores de mates. Discutiendo títulos con Juane, que siempre quería poner un tema de los Redondos. El humor infaltable de Julián y el Pecos, que hacían más llevaderas esas noches, y el profesionalismo de Matías y Rodrigo, porque alguno tenía que poner seriedad cuando la cosa se desmadraba.
Con el correr de los números, fuimos enamorando a más personas del proyecto. Héctor Río se convirtió en el escaneador oficial de negativos, eso nos ahorraba un dinero vital de la impresión de las fotos. La Negra Fernanda Forcaia tuvo su paso por el staff dejando valiosísimas enseñanzas sobre cómo editorializar a través de la imagen. Ambos se fueron rápido, amores de verano, fogosos y fugaces. Sin embargo, cuando todo apuntaba a que iba a repetir el karma de mí tía Enriqueta y quedar sólo por la eternidad, aparecieron montados en sus flamantes Canon Franco Trovato y Guillermo Turin. Con ellos, conformamos un tridente que, además de aportarle una mayor cantidad de fotografías propias al periódico, pasábamos tardes enteras produciendo las fotos de tapa, dictamos cursos de fotografía y armamos un laboratorio fotográfico para no depender de los tiempos de nadie. Con el correr de los años, consolidamos una amistad que se mantiene hasta el día de hoy. Y esto es lo más importante que me dejó El Eslabón señor lector: una familia en la que hubo peleas, discusiones, alejamientos, pero también mucho amor, mucha tolerancia y, no quiero romantizar, pero cuando nos cruzamos en la calle con muchos de los que pasamos por la redacción nos abrazamos fuerte sabiendo que alguna vez formamos parte de esta gran familia y siempre en la charla sale alguna anécdota de aquellos años felices.
Publicado en el semanario El Eslabón del 07/09/24
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