Estamos en un bar de Playa del Carmen, podría ser una hamburguesería en Pichincha, el bodegón del pueblo, un pub de Palermo o un bistró en París. En la mesa todos miran la pantalla de su celu, no importa si es una familia, un grupo de amigos, unas compañeras de trabajo, unos curas franciscanos o unas modelos de alta costura. El escenario es el mismo en medio de una excursión en el Tibet, un paseo en yate en el mediterráneo, o un grupo de escaladores andinistas: frena 5 minutos el mundo, sonríe y se saca una selfie, para volver automáticamente a su gestualidad anterior.

El sueño cumplido. Subimos luego de varios retoques la foto y elegimos la música con la que vamos a subir la historia, las historias. Crecen los me gusta. Y cuando supera los 200 empezamos a sentir cierto júbilo, porque para eso lo subimos. El lugar es el bar, y el lugar es la red social ¿Dónde estamos realmente? Estamos físicamente en el bar, idealmente en Face, imaginativamente en Instagram, relacionalmente en Whatsapp, y además viajando por el mundo, comprando la entrada para ver el último de Charly, haciendo números para ver si puedo irme de vacaciones aunque sea endeudándome un poco más. Estoy en el lago Nahuel Huapi, sobre la cubierta, subiendo la foto en la que desarrollo todo mi arte de actuación para que no se me note que extraño, que estoy triste, que no tengo ya más ganas de nada. Eso soy: un artista, un mago, que logra crear una ilusión. Somos camarógrafos, directores de fotografía, sonidistas, guionistas, conductores, musicalizadores, generadores de contenidos, y además tenemos todas las herramientas en el celu. Cómo no va a ser importante el celu, si lo uso para despertarme, y para dormirme, para escuchar música, ver tele, leer, comprender la naturaleza, comprar lo que necesito. Seríamos muy hipócritas si no nos diéramos cuenta de su importancia en la vida de hoy. Los pibes te avisan que llegaron, sabés qué clima va a haber, tenés capacidad de proyectar y planificar. Minimizás las variables que puedan generar caos. 

Pero como dicen Deleuze y Guattari, no se puede combatir el caos, y mucho menos desde un orden racional, y aconsejan hacerse amigos en lugar de enfrentarlo, no hay modo de ganarle al caos. Quizás sea hoy la mejor manera de comprender el momento que nos toca vivir. Por un lado, lo que hacemos, vivir con el celular en la mano, como si fuera el que nos tiene que explicar el mundo, ya que nos permite identificar más correctamente lo que nos rodea. ¿Correctamente para quién? Nos permite conseguir trabajo, nos ayuda a estudiar, a cocinar. ¿Cómo puede ser que hayan puesto semejante herramienta en nuestras manos, y nos hayan empoderado de este modo? ¿Cuál es la trampa?

Es inevitable sentirse tentado al análisis conspiranoico, pero tengo la sensación de que entender las paradojas, las contradicciones de nuestro tiempo, es no sólo más interesante sino también más útil. Las nuevas tecnologías han logrado generar un vuelco inmenso respecto de lo que veníamos viviendo como sociedad. Como tal, estas tecnologías nos han hecho acumular muchos saberes técnicos, teóricos, emocionales, pero también nos han generado una gran dependencia, y sobre todo, nuevos modos de subjetivación. Las nuevas generaciones han estado expuestas al bombardeo de las pantallas desde su nacimiento. Si bien gran parte de los adultos también han sido atravesados por la cultura hollywoodense, y en gran proporción se hicieron cargo del estilo de vida americano, y además han intentado mantener el ritmo de los cambios que nos propuso la sociedad digital, no tienen el modo de pensamiento formateado por la simultaneidad, el bombardeo de información y la capacidad de atención limitada que tienen los jóvenes hoy. La sensación de estar y no estar, los lugares que en la modernidad servían de referencias ya no cumplen con esa función social que tenían asignada. Las instituciones de los estados modernos que le daban sentido a la democracia representativa, como la escuela, la salud pública, la iglesia, los clubes barriales, se encuentran en crisis. El sujeto de la modernidad, el ciudadano, que tenía derechos y deberes, ha sido devorado por el consumidor, que tiene recursos o carece de ellos, y para el cual la sociedad no es un lugar de realización colectiva, sino el lugar de la competencia como modo de participación en el circuito de producción y consumo.

Llegamos a un punto de saturación de las capacidades cognitivas para procesar toda la información que nos llega permanentemente, lo que no nos permite analizar críticamente todos esos datos. Sin tener tiempo para corroborar la veracidad de la información y de las fuentes, nos encontramos mucho más expuestos a manipulaciones. Es importante agregar al análisis la variable del manejo de los datos personales de quienes participan de redes sociales, los cuales se venden a empresas para optimizar las estrategias de ventas de las mismas, y la incapacidad o la falta de interés de parte de los Estados para regular la actividad digital, conforman un escenario en el que los individuos cada vez más aislados tienden a buscar relaciones mediatizadas. La proliferación de páginas de citas para salir con alguien, las apuestas virtuales, los juegos en línea, las redes sociales, no producen mentiras, tampoco verdades en el sentido de la modernidad, hay que verlos como diferentes planos de la existencia. La historia no vuelve, por eso lo mejor que podemos hacer con estos planos es no negarlos. Sin embargo podemos ponerle un plus a las actividades presenciales, limitar el uso del celular, valorar los espacios de encuentro de manera de enseñarles a nuestros hijos, y a las generaciones que vienen detrás, que el estar en cuerpo presente permite otro contacto, utilizar nuevamente las caricias, compartir carcajadas estruendosas, juegos de mesa, en los que el objetivo no sea tanto ganar como divertirse, y participar. Juegos donde las reglas no sean las reglas de la sociedad que tenemos sino de la que queremos, y en eso tenemos que despertar la imaginación, tener creatividad, entender dónde están escondidas las trampas de esta sociedad, que nos llevan hacia la soledad, hacia el egoísmo. Lucidez para pensarnos, para situarnos en tiempo y espacio, para construir relaciones que no estén viciadas de meritocracia, para que la plata, y todo lo que deriva de ella como status social no nos condicione a la hora de mirarnos, a la hora de sentir que pertenecemos, mirar con comprensión, sabiendo que cada experiencia es única, es el modo de no vivir juzgando a los demás, y saber que cuando estamos solos es porque tenemos que aprender a querer un poco más.

Suena hippie, como salido de otro tiempo. Franco Bifo Berardi habla de desertar. No se puede huir de todos los escenarios. Sin embargo, hay que tener en cuenta la capacidad de reapropiación de cualquier cosa que cuestione el actual orden de cosas, lo que Guattari llamó la axiomatización capitalística: la reapropiación simbólica de cualquier actitud o acción que ponga en riesgo o en crisis los preceptos de la sociedad de consumo. Tiene sentido plantear no combatir contra los molinos de viento y poner esa energía en la imaginación, en la creación de otras subjetividades y de nuevas relaciones que no cumplan con funciones sociales sino que tengan como único objetivo la realización del ser humano en su plano más altruista, individual y colectivamente, en la construcción de espacios de reconocimiento y respeto de la diversidad, en las que la ventaja personal no sea lo que une, sino la posibilidad de lo nuevo, de descubrir las potencialidades de lo singular, de lo relacional y de lo colectivo. Es cierto que cuando miramos el futuro lo vemos negro, pero no sucede siempre lo previsible, los acontecimientos cambian los escenarios, y las condiciones que vayamos creando configurarán este presente continuo de otros modos. El sentido histórico es fundamental para entender las transformaciones, el pasado para conocer nuestras identidades, el futuro como utopía nos sirve como guía. La micropolítica, la que patea lejos las reglas del juego que nos ha impuesto el neoliberalismo, permite establecer otras bases a la sociabilidad, la cultura es un terreno en disputa, en el que avances y retrocesos de la autonomía se suceden. Empecemos a evaluar las conquistas y los retrocesos con nuestras propias variables, que tienen más que ver con lo humano que con las riquezas, puede que entonces podamos ver las cosas que estamos haciendo bien.

Publicado en el semanario El Eslabón del 14/09/24

¡Sumate y ampliá el arco informativo! Por 4000 pesos por mes recibí todos los días info destacada de Redacción Rosario por correo electrónico, y los sábados, en tu casa, el semanario El Eslabón. Para suscribirte, contactanos por Whatsapp.

Más notas relacionadas
  • Contar lo que hacía falta contar

    No lloro, no, sólo se me cuela un Juane noble y despeinado en el ojo. Quiero decir que com
  • El Eslabón no nace de cualquier repollo

    Pensar, hablar o escribir sobre El Eslabón hoy, a 25 años del eclipse del modelo*, me llen
  • La herencia

    1 Antes de aplastar la colilla contra el cenicero, prende otro cigarrillo. Al encendedor s
Más por Mariano Paulón
  • El dinero no puede comprarme

    Yo no sé, no. Apenas terminamos de jugar el primer tiempo en la cancha del balneario Los Á
  • Leer el tiempo

    En una realidad política en la que abundan videntes, monjes negros, tarotistas y gurúes de
  • En papel y largo

    En El Eslabón a nadie se le ocurriría titular sobre “los días perdidos de clases a raíz de
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

El dinero no puede comprarme

Yo no sé, no. Apenas terminamos de jugar el primer tiempo en la cancha del balneario Los Á