Fede se despertó temprano. La despertó a Juana con besos en los hombros, palmaditas en la cintura, dejando brevemente su mano apoyada ahí, sintiendo su calor insostenible que lo ataba con ternura, dándole un rato más de paz en el ruido del mundo que, de ese modo, cesaba lentamente y, que le permitía en ello, escuchar el rumor de sus cuerpos cercanos, los latidos que a veces eran uno y otras disonantes.
—Todavía es temprano, podemos quedarnos un rato más –dijo Juana soñolienta.
—Tranqui, yo me levanto y arranco a preparar las cosas.
Se levantó y se lavó la cara con agua fría. Gilda lo acariciaba en roces rápidos pidiéndole de comer. Hizo tostadas, preparó huevos cocidos y palta con chía.
—¿Qué vamos a llevar para el postre? –dijo Juana al sentarse cuando Fede sacaba las últimas tostadas.
—Podemos llevar pastafrola de membrillo. ¿O les gusta de batata? En ese caso vamos a arrancar mal –dijo Fede.
—No, de membrillo está bien, a mí de batata no me gusta.
Fede recordó la primera vez que se lo dijo. Esa tarde improvisada que fueron al parque y llevó, como por llevar algo, pastafrola de membrillo. Ella iba a llevar el mate y él quería compartirlo con algo dulce. Su sonrisa cuando le dijo que tenía de membrillo fue de entrañable dulzura, como la de ahora cuando dice que de batata no le gusta.
Fueron a Canela, compraron la pastafrola y scones de limón para el camino. Agarraron por adentro porque Juana no se animaba a ir por Circunvalación con el retardo del sueño encima.
—¿Quiénes van a estar? –dijo apenas arrancó el mate de acompañante.
—Mis hermanos van a estar, mis tías de parte de mamá, papá y el abuelo, ah, y las primas. Me alegra que vayas a conocer. Siempre que iba la abuela estaba haciendo cosas ricas. El abuelo casi nunca estaba. La extraño a la abuela.
—Me hubiese gustado conocerla… Y va a estar Coco, ¿no? Va a salvar el día.
—Ay no te hagas, la vamos a pasar bien. Mis hermanos quizás te jodan un poco. Pero lo vas a manejar, igual tratá de no ponerte tan crítico con sus ideas.
Iban por la avenida Eva Perón, escuchando Por cesárea, como para joder.
—¿Hace cuánto no venís? –dijo apenas pasaron el anillo de Circunvalación.
—Hace un montón, como dos años. Es que viste que mi familia es medio rara, como todas las familias. Les quiero pero a veces hay cosas.
—Me imagino, es estresante cargar encima con una conservadora familiar –dijo Fede, y rió contagiando la risa a Juana que se negaba a reírse de su chiste bobo.
Fede miró hacia su lado derecho, los pinos altos se movían en sintonía, con las ramas crujientes, imperceptiblemente tensas, en la linealidad en que habían crecido a los lados de la ruta. Las sombras cortaban el brillo del parabrisas, marcaban el tiempo de las canciones de Dillom, e interrumpían los fugaces destellos del sol que golpeaban su transparencia, cubriendo el rostro de Juana que se bañaba con esa suavidad imperceptible de la sombra fría que adormece los poros por lapsos pequeños que formaban en su piel una imagen casi cinemática, como la que habían visto en una de sus noches de pelis: ese komorebi tan singular.
—Acá es, llegamos, Tutu.
Se bajaron. No había nadie en el jardín. Ya era casi mediodía y Fede supuso que estarían acomodando la mesa. Son puntuales para almorzar, le había dicho Juana.
Juana abrió la puerta y entró. La siguió de cerca, no dijo nada ni se presentó al menos que ella lo hiciera y no hizo comentarios tontos. Prefirió decir lo suficiente y no –por el hecho de solo hablar– comentar sobre cualquier boludez.
—Él es mi compañero… –dijo Juana.
—Hola Fede, un gusto conocerte –dijo la mamá, amistosa.
—Federico ¿no? Es un gusto. Vengan a la mesa, que ya es mediodía –dijo seco el padre, después de darle un fuerte apretón de manos.
Se sentaron e inmediatamente se fueron sentando los hermanos, las tías con sus hijas adolescentes que parecían llevarse bien y que veían juntas el feed de sus instagrams, riéndose. Los hermanos se mostraron duros, no dijeron nada a no ser el saludo después de que Juana les presentara a Fede.
—¿Tu compañero de equipo o qué? –dijo sarcásticamente Mario.
Fede sabía que no les quedaba cómodo eso de compañero, ni a ellos ni al padre.
—¿Y cómo fue el último partido? –dijo como para no dar lugar a esa discusión.
—Y ganamos, obvio. Soy el Ala más rápido –dijo mientras se servía Coca Cola sin mirarlo.
—El tackle que le metiste a ese, lo dejaste llorando –dijo Leo, el menor, de forma exagerada.
Finalmente la mesa estaba lista, sólo faltaba la mamá que venía y se iba desde la cocina. El padre destapó un malbec El Enemigo. Claro, pensó Fede, no esperaba un Balbo en esa mesa. Con Juana se miraron y decidieron tomar un poco de una misma copa aunque haya escándalo.
—Pasenmé la copa así prueban este vino, van a tomar algo diferente –y remarcó la palabra diferente como diciendo: algo distinto y mejor de lo malo que suelen tomar.
—Gracias –dijo Fede al agarrar la copa y dar lugar al plato que le acercaba la mamá–. Gracias –volvió a decir.
—¿Así que sos de Rosario? –dijo el padre.
—Sí, de Tablada, mis padres –dijo Fede fingiendo formalidad– viven cerca del Museo del Deporte. Sigo viviendo por ahí en el barrio, pero solo.
—Mirá, el abuelo trabajó por ahí, en el Batallón, cuando no estaba el Museo feo ese.
—Hay que ir a ver los pozos –dijo repentinamente el abuelo, del que Fede, hasta entonces, no se había percatado todavía, pues no había dicho nada desde que habían llegado.
Lo dijo como perdido y Fede entendió, porque nadie le siguió la corriente, que ya estaba olvidando. Esos momentos de la vejez que te arrinconan al olvido sin que puedas zafar, aunque quieras, y por donde, con esa fuerza bruta de la mente, se escapan recuerdos incontrastables.
—¿Y a qué te dedicás, Federico? –siguió protocolar el padre.
—Soy electricista, pero juro que nunca hice explotar nada –dijo como por decir, para descontracturar un poco los diálogos comunes. Escuchó la risita de Juana y se rió con ella. Nadie dijo nada, todo el ambiente estaba inmutable.
—Tenemos que tapar los pozos esta noche –dijo el abuelo, con su mirada perdida. Su plato estaba intacto y el humo se elevaba por entre su rostro sombrío.
—Comé viejo, deja de jorobar –dijo Estefanía–. Siempre es así, balbucea incoherencias.
Fede notó en ella el acento forzadamente porteño de la gente de Funes. Juana le había contado que ellas vivían cerca de la plaza San José, en una casa que le había regalado el abuelo.
—Estos canelones están buenardos –dijo Leo.
Estefanía lo siguió:
—Qué bueno que le enseñé a cocinar.
—Callate, si yo les enseñé a ustedes, no sabían limpiarse los mocos –dijo Carla.
Con Juana se rieron de la trivialidad de lo que decían, mirándose mutuamente.
—Hay que hacer los pozos y enterrarlos hoy –dijo el abuelo. Su voz fue fuerte y marcadamente autoritaria.
—Deja de joder abuelo, no hay que hacer ningún pozo –dijo rezongando Mario.
—¡Basta! –dijo la mamá–. Ya saben cómo es, no molesta, así que…
—Hay que enterrarlos y tirar todo adentro de los pozos.
El abuelo al decir esto miró a Fede fijamente. La mirada se sostuvo un instante y Fede pensó que era su amenaza.
—Los pozos están cerca –dijo perdiendo el tono autoritario.
—El abuelo recuerda cosas de su trabajo, trabajaba por acá cerca también. No era de contar mucho.
—Yo hice los pozos, yo sé dónde –dijo y se apaciguó su respiración.
—Ya se va a dormir –dijo la mamá.
Coco apareció en el jardín jugando con una pelota.
—¡Vino Coco! Preparemos unos mates y vamos al solcito a jugar con él. ¡Trajimos pastafrola! –dijo Juana con alegría rebosante.
Habían terminado de comer. Fede ayudó a la mamá a levantar la mesa y Juana se fue a poner la pava.
—Es de membrillo –comentó– y las primas sacaron sus ojos de las pantallas, a ellas también les gustaba de membrillo.
Juana hizo que salieran afuera a tomar unos verdes bajo el sol, charló de tonteces con las primas que ahora hablaban de todo lo que les gustaba. Nadie se quedó adentro, salvo el abuelo que dormitaba. Coco les recibió jugando con ladridos alborozados. Los hermanos se habían puesto a jugar con una pelota, las tías hablaban andá a saber de qué chismes. Hasta la mamá había salido, no se quedó adentro lavando platos. El papá disfrutaba de su vino con excesivo placer. Fede veía a Juana jugar con Coco, con las primas que se sumaban a sus juegos, corriendo alrededor del limonero que florecía amarillo, espléndido. O quizás lo espléndido sólo era ella que multiplicaba cada retazo de risas en las miradas fugaces que le regalaba. Veía sus bailes y tras ella las rejas con enredaderas de ojos de poeta amarillos y naranjas, y después el cielo cándido. Sólo una que otra vez miraba hacia los ventanales de la casa donde estaba la silueta del abuelo, sentado en la penumbra profunda, quizás mirándolo fijamente, solo y olvidado, tapado en las sombras, balbuceando sus secretos ahogadamente, como si tuviera el peso de la tierra encima, y recordando los pozos que hizo alguna vez y que todavía ignoramos.
Publicado en el semanario El Eslabón del 28/09/24
Foto: Sebastián Pancheri
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