No es que en este conflicto no se usen ejércitos ni armas, el problema radica en quiénes los mandan y en qué cuarteles se planifican las batallas. A la especie humana, si triunfan los CEOs, le espera la peor pesadilla.

Lejos de una distopía al estilo de Hollywood, el escenario mundial exhibe un dramático reality show en el que cada día, en medios tradicionales y en las aguas pestilentes de las redes sociales, pueden verse las escaramuzas que las grandes corporaciones high tech libran contra las regulaciones de los Estados, con el vetusto pero eficiente discurso de la “libertad”.

La Argentina ofrece uno de los escenarios donde se desarrolla una de las batallas de una guerra sorda, sombría, en la que se juega buena parte de la suerte del subcontinente, porque si las corporaciones logran torcerle el brazo al dispositivo que desde 1945 ha oficiado como dique de contención de todas las ofensivas imperiales –el peronismo y su columna vertebral, los sindicatos– se producirá un efecto dominó en toda la región.

Esas escaramuzas en desarrollo, de la mano del régimen cuya cara visible es Javier Milei, recuerdan a la blitzkrieg, aquella táctica militar con que la Alemania de Adolfo Hitler, en los primeros tramos de la Segunda Guerra Mundial, logró tomar territorios con la rapidez de un relámpago, concentrando un fuerte poder de ataque en frentes localizados con el objetivo de romper las líneas defensivas enemigas.

Sin embargo, como el bloque de poder dominante adolece del mal de la ahistoricidad, no toma nota de que a cada blitzkrieg le llega su frente oriental. Al nazismo le llegó más temprano que tarde cuando, tras los promisorios primeros avances en territorio soviético, la aceitada maquinaria de guerra alemana se topó con un freno en seco, producto de diversos factores que fueron desatendidos por el desquiciado Führer. Bastaba haber estudiado la incursión napoleónica para saber que no alcanzaba con el poder de fuego ni con tácticas bélicas modernas cuando se trata del territorio, el clima y el pueblo rusos.

Primero en 1941, con la frustrada intentona por tomar Moscú, y luego en 1942, cuando comenzó a librarse la batalla de Stalingrado, el avance alemán se detuvo para siempre, y fue el inicio del fin de la expansión del nazismo.

¿Tendrá el anarcocapitalismo de Milei su Stalingrado? Si eso aconteciera, ¿cuándo se produciría? Y más importante aún, ¿cuánto trabajo costará recuperarse de las trágicas consecuencias que depara una batalla de ese calibre, sangrienta y destructiva a niveles desconocidos hasta hoy por el pueblo argentino?

El Estado, como la democracia, no son abstracciones académicas. Ni se sitúan en el mundo de las ideas de Platón. Funcionan con las imperfecciones propias de los seres humanos y las políticas que les dan carnadura. Por tanto, sería bueno entrar a fondo en un interrogante que pocos ponen en debate: ¿cómo sería un mundo sin Estado? Porque en el fondo, lo que postula la derecha global es eso, que el Estado nación desaparezca. ¿Quién gobierna si no hay Estado? El más poderoso. Y ese poder casi omnímodo lo detentan las corporaciones.

La dirigencia nacional, en forma transversal, no parece tomar nota de este cuadro de situación. Ni el oficialismo, que vive con euforia en un universo paralelo sus primeros meses a cargo del gobierno, ni la oposición dialoguista –parte de la cual favorece el latrocinio mileísta– ni el peronismo, que no reacciona tras el nocaut de noviembre de 2023, se dignan a pensar los costos que ya están recayendo sobre las espaldas de los sectores más vulnerables de la sociedad.

Los estertores de un derrumbe

Es necesario poner de relieve que tampoco se trata de una batalla entre cualquier Estado en colisión con las corporaciones. El Estado norteamericano en particular, pero los estados occidentales en general, no postulan alternativas que permitan garantizar a sus sociedades un freno efectivo al poder de las corporaciones. La reacción de las burocracias se parece más al reflejo de un boxeador que devuelve los golpes que le está asestando su rival poniéndolo al borde del nocaut.

En el prólogo de un libro que aún no fue publicado quien escribe estas líneas señala una tragedia en desarrollo: “Los Estados Unidos de Norteamérica se están muriendo. Una agonía lenta, que amenaza arrastrar a ese país y al planeta, como sucede con esos padres o madres que enferman a toda su familia antes de marcharse de este mundo y transforman ese naturalis gradus en un largo y tortuoso proceso”.

Y agrega: “Norteamérica (y con ella Occidente) se está engullendo a sí misma, se autofagocita, es el caníbal de su propia carne, un monstruo que se encoge sobre sí mismo y se automutila para alimentarse de lo que acumuló durante siglos a costa de buena parte de un mundo que la mayoría de sus habitantes desconoce”.

Eso está pasando. Mientras la rueda del sistema electoral yanqui sigue dando vueltas locas, eso está aconteciendo, más allá o más acá de las Kamala Harris o los Donald Trump. Y no serán las corporaciones las que corran a darle reanimación cardiopulmonar a ese cuerpo en decadencia cuya metáfora más dramática la ofrece Joe Biden, el actual no presidente que oficia como tal por imperio de la necesidad formal.

En ese camino al derrumbe inevitable, se escuchan ruidos y estertores. Y el mundo también asiste, aunque en forma fragmentada, a disputas que comprueban la sorda batalla que enfrenta al Estado nación con las corporaciones.

En los últimos meses, distintos países tomaron decisiones que impactaron en las grandes empresas tecnológicas, las high tech, como se las denomina a nivel global. Asimismo, fueron noticia las resistencias corporativas a cambios profundos en las legislaciones de naciones que pugnan por ampliar sus decisiones soberanas.

En el caso de México, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) propuso una reforma constitucional audaz, cuyo contenido conmueve muchos resortes centrales del poder permanente.

La reforma plantea que tanto jueces, como magistrados y ministros deban ser electos por voto popular, y propone reducir el número de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entre otros tópicos sensibles.

El lunes 30 de septiembre, en su última conferencia “mañanera”, el presidente mexicano firmó las publicaciones de dos de esas reformas constitucionales, con lo cual marcó el cierre formal de su administración: los cambios en la Guardia Nacional y respecto de los Pueblos Indígenas y Afromexicanos.

AMLO, en esa oportunidad, subrayó la relevancia de estas reformas para el futuro del país, destacando su “compromiso con la mejora de las condiciones sociales y económicas de los mexicanos”.

Para citar tan sólo un ejemplo de quienes enfrentaron los cambios en el Poder Judicial ya aprobados por el Congreso mexicano, una de las primeras voces que se alzó contra la elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros, y no con concursos públicos, como se venía haciendo, fue la de la International Chamber of Commerce México, que difundió un comunicado donde advierte que “algunas reformas vulneran las instituciones responsables de combatir la corrupción”.

Forbes, otro vocero representante del poder establecido, se preocupó especialmente por “los costos” de las reformas en materia social y de derechos humanos, como la atención médica integral y gratuita, el derecho a la educación y el trabajo, y que todos los trabajadores puedan acceder a una vivienda digna.

La respuesta vino de parte del coordinador del Laboratorio en Comercio, Economía y Negocios (LANCE) de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Ignacio Martínez Cortés. El académico planteó a Forbes que el costo rondaría el 4,1 por ciento del producto interno bruto (PIB), y que “podría financiarse por medio de una reforma fiscal para aumentar los ingresos públicos”. Como esa reforma implicaría que los sectores más poderosos tributen más, la revista de los ricos no abundó en más preguntas.

En México, no está para nada de más recordarlo, una de las corporaciones en las sombras es el narcotráfico organizado, un dispositivo muy diferente en lo cualitativo y cuantitativo de las bandas argentinas a las que se ha tratado de emparentar desde los medios y por parte de una dirigencia política más interesada en ese negocio que en erradicarlo.

Y el poder judicial, en la mayoría de los países latinoamericanos, está colonizado por el bloque de poder permanente. No resulta en absoluto casual que AMLO, antes de dejar la presidencia, se haya despedido con una frase lapidaria: “De todas las reformas que estamos proponiendo, la que supuestamente produce más nerviosismo en los mercados es la reforma al Poder Judicial. ¿Por qué creen? Porque el Poder Judicial está secuestrado, está tomado, está al servicio de una minoría de los de arriba”.

Descolonizar el Estado

El mayor triunfo del liberalismo en su afán por imponer su tesis de que el Estado debe circunscribirse sólo a las funciones que le asigna el poder económico, es haber logrado el apoyo de buena parte de las víctimas de esa jibarización del rol y el alcance de las políticas públicas.

Merced a ese acompañamiento masivo, el Estado ha sido colonizado en sus áreas estratégicas. Han desaparecido o han sido distorsionados los organismos que naturalmente deben regular la actividad económica en defensa del bien común y poner límites a la angurria empresarial:

— Las áreas tributarias son dirigidas por tecnócratas al servicio de las grandes corporaciones.

— El comercio exterior adolece de todo tipo de contralor que permita establecer en términos precisos lo que se exporta y, por tanto, cuánto debe aportar ese comercio a las arcas fiscales.

— La Cancillería está subordinada a una agenda impuesta desde hace décadas por el bloque anglosajón.

— El área de comercio interior ha sido desmantelado en su estructura de análisis y evaluación de costos.

— El sector energético ha sido cooptado por las petroleras, gasíferas y extractivas mineras, ya sean nacionales o extranjeras. No hay control de costos en boca de pozo o del mineral extraído.

— El poder judicial, en su gran mayoría, está subordinado al dispositivo de poder económico, especialmente en sus estratos decisorios (tribunales federales, cámaras de apelaciones, casación y Corte Suprema).

En lugar del debate si más o menos Estado, la discusión que debería atravesar a la dirigencia política es cómo transformar a ese Estado colonizado en una herramienta de arbitraje que se ponga del lado de las grandes mayorías, resistiendo la compulsiva acción de las corporaciones por promover una transferencia de recursos permanente desde los sectores del trabajo hacia sus propias arcas.

En esa línea, vale volver sobre la fortaleza con que el gobierno de Brasil acometió contra la corporación liderada por Elon Musk cuando ésta quiso desafiar las leyes de ese país.

Tras una batalla legal que duró meses, la red social X del mega billonario sudafricano debió acceder a las disposiciones de la justicia brasileña para poder sostener su funcionamiento en uno de sus mercados más grandes.

Es interesante cómo reseñó esa noticia el diario norteamericano The New York Times: “Musk finalmente aceptó las órdenes de la Corte Suprema de Justicia (STF) brasileña, presentando un documento judicial en el que garantiza que la red social X cumplirá con las órdenes del tribunal, con la esperanza de que se levante el veto de la plataforma”. El Estado puso de rodillas al magnate que parecía intocable.

Es más, el equipo legal de X hizo público que la compañía hará todo aquello que impuso el tribunal, hasta bloquear las cuentas vinculadas a la circulación de desinformación. “Incluido el pago de multas y el nombramiento de un nuevo representante legal en el país”, detallaron los abogados de Musk.

La derrota no fue sólo de Musk. El bolsonarismo había jugado fuerte contra el ministro del Tribunal Supremo Alexander De Moraes, al punto que la fuerza que lidera el ex presidente Jair Bolsonaro afirmó que estaba a cinco votos de destituirlo. Luego del nocaut al dueño de Tesla, la derecha brasileña debió enrollar los trapos y volver sobre sus pasos con la cabeza muy gacha.

Sin embargo, el presidente Inácio Lula Da Silva sabe mejor que nadie que el camino a lograr la descolonización del Estado es largo y arduo. El sistema de partidos en Brasil está tan atomizado que ha generado un dispositivo que maneja los resortes del poder en forma muy aceitada, y ese esquema es muy difícil de desarticular. La Justicia brasileña tampoco está integrada por mayoría de De Moraes. Por el contrario, los tribunales del país vecino son extremadamente sensibles ante los poderes económicos.

Pero precisamente por esa dificultosa trama de poder real es que la victoria de Lula sobre Musk adquiere mayor trascendencia. Y vale la pena sobrevolar un texto de Oscar Niss, ex subsecretario de Ciberdefensa entre 2019 y 2023 y master en Derecho Internacional respecto del caso Brasil-X.

El ex funcionario recuerda que “en medio de la confrontación, un grupo internacional de intelectuales y economistas publica una carta abierta titulada «Necesitamos reclamar nuestra soberanía digital», donde denuncian presiones de las tecnológicas sobre Brasil”. Y cuenta que en ese documento los autores manifiestan su “profunda preocupación por los continuos ataques de las grandes tecnológicas y sus aliados a la soberanía digital de Brasil”.

Esa carta, además, echa luz sobre la disputa Estado-corporaciones: “La disputa de Brasil con Elon Musk es sólo el último ejemplo de un esfuerzo más amplio por restringir la capacidad de las naciones soberanas para definir una agenda de desarrollo digital libre del control de las megacorporaciones con sede en Estados Unidos”.

Niss, sobre el final de su texto –titulado El extraño caso de Brasil y Mr. Musk– destaca el aspecto sustancial: “Musk ya tuvo que ceder en otros países, como India y Turquía donde su red social acató las órdenes de censurar determinadas publicaciones. También Australia y Europa siguen con atención estas acciones judiciales”.

El especialista pondera que “quizá casos como el de Brasil contra Mr. Musk apure el debate que se da en la ONU sobre la soberanía en el Ciberespacio, teorizada por el Grupo de Trabajo de Composición Abierta para la Paz y Seguridad en el uso de las TIC”. Y, por último, deja picando que tal vez los Estados encuentren, “en casos como estos una vía de aplicación práctica que acumule jurisprudencia, derecho consuetudinario y que pueda ir construyendo doctrina aplicable al derecho de los Estados en este nuevo ambiente de desarrollo de la sociedad, antes que se convierta en un monstruo incontrolable”.

Lo dicho: en estos días terribles, en que los cielos de Medio Oriente se ven surcados por misiles y las viviendas de Gaza, El Líbano, Siria y Yemen sufren los bombardeos israelíes, la Tercera Guerra Mundial se define en otros escenarios, aunque queda claro que las batallas las están planificando desde las oficinas de las grandes corporaciones.

Publicado en el semanario El Eslabón del 05/10/24

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