Lucía tiene 21 años y hace diez que estudia en una unidad educativa de la Universidad Nacional de Rosario. En su casa nunca se habló mucho de política, pero sus papás son antikirchneristas, votaron a Macri felices siempre que pudieron. Lucía entró a la secundaria siendo fanática de Disney, habitué del club Gimnasia y Esgrima de Rosario y soñando con irse a vivir a Estados Unidos. Hace unos días, Lucía fue a la Marcha del Orgullo de la mano de su novia, después de haber estado toda la mañana editando un cortometraje para un trabajo práctico de Comunicación Social. Lucía es ayudante de cátedra, ilustradora, da una mano en el manejo de las redes sociales de una agrupación de izquierda que milita en su facultad y el miércoles, sentada en el pasto de la Plaza San Martín, a las tres y cuarto de la tarde, lloró abrazada a sus compañeros. 

Marcos nació en San Lorenzo, fue a una escuela católica, jugó al rugby en un club de su ciudad y todos los veranos se va de viaje a Mar del Plata con los amigos. El año pasado se vino a vivir a Rosario con su hermano mayor que ya estaba acá, y empezó a estudiar Ingeniería. En su casa sus papás a veces discutían por diferencias políticas pero él nunca les prestó mucha atención. El mes pasado Marcos se animó y se anotó en una charla que organizó una agrupación en su facultad. El miércoles pasó por la Plaza San Martín un rato, justo para las tres y cuarto, y vio cómo algunos chicos lloraban viendo por una pantalla la votación en diputados. Cuando volvió a su departamento googleó “ley de financiamiento universitario” y los mecanismos por los cuales un presidente puede vetar leyes y el Congreso anular ese veto. Leyó los nombres de los diputados que votaron a favor de frenar la ley y se prometió nunca más volver a votar al Pro.

Paula recuerda que cuando era bebé, en su casa había una foto de Perón en la cocina. Sus abuelos militaron en el Partido Comunista, su papá de joven lo hizo en el PJ. En su casa se habló siempre, y mucho, de política. Paula se acuerda de su mamá llorando frente al televisor el día que falleció Néstor Kirchner. Ahora Paula también llora frente a una pantalla mientras abraza a Lucía y escucha las puteadas de sus compañeros de militancia, compañeros de cursada, docentes y no-docentes que se congregaron en la plaza. Paula llora porque no quiere creerlo, porque le enseñaron a estar orgullosa de su país y de su educación pública de calidad, porque sabe que es un derecho que debería ser de todos, porque le parece injusto. Pero Paula también llora por la niña que fue y que creció pensando qué carrera iba a estudiar cuando terminara el secundario. Cuando tenía diez años estaba segura de que iba a ser veterinaria; después, a los trece, no sé decidía entre Arquitectura y Derecho; a los dieciséis pensó que lo había decidido: la suya era Filosofía. Cuando egresó se anotó en Comunicación Social y Ciencia Política, pero terminó estudiando Psicología.

La carcome una pregunta: “¿Y ahora?”. Paula también llora por su futuro, por las vidas que imaginó, por las posibilidades que la embriagaron de chiquita. Paula llora porque no quiere renunciar a sus deseos, porque estudiar y pensarse trabajando de algo que le guste la ordena desde siempre. Si el trabajo dignifica, el estudio seguro que también, piensa mientras se suena la nariz. 

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

Pato es tiktoker, pero cuando se aburre de estar tanto con el celu piensa que cuando deje de pegarla en las redes sociales se va a anotar a una carrera. Franco está cursando sólo dos materias, trabaja ocho horas por día y también cuida a su hijo, pero le encanta ir a la facultad. Abi se pelea con su vieja que le dice que estudiar tanto no sirve para nada, que más vale se busque un trabajo fácil donde no tenga que pensar. Se aguanta las ganas de gritarle que está en la recta final de selección de una beca que le va a permitir renunciar al McDonald’s y dedicarse sólo al estudio y la investigación. A Manu no le alcanza para ir a la facu, tiene que ayudar a su vieja con sus hermanitos así que trabaja en un taller mecánico, pero le gustan tanto los fierros que sueña con aprender cómo se hace un motor, por qué funciona, cómo es que un auto se mueve. 

Y así como Lucía, Marcos, Paula –quizás el día de mañana Pato, Franco y Abi también–, más de dos millones de pibes y pibas y no tan pibes y no tan pibas estudian una carrera de grado o pregrado en Argentina. Cada vez más, ya que el porcentaje de ingresantes no para de incrementarse año a año. La mitad de los ingresantes son primera generación de universitarios en su familia. Y así como Manu, casi la mitad de niños y niñas y adolescentes son pobres en nuestro país y muchos de ellos, aunque lo desean, no podrán acceder a estudiar una carrera. Y con ellos tenemos, todos, una deuda enorme.

Pero hay algo más importante más allá de las estadísticas –que existieron hasta 2022 gracias al Departamento de Información Universitaria de la Secretaría de Políticas Universitarias– y más allá de las historias individuales que son millones: el movimiento. 

El movimiento estudiantil es un indicador natural del descontento social: pasó en agosto de 2018 cuando se tomaron más de 30 universidades a lo largo de todo el país en contra del ajuste presupuestario y del salario docente impulsado por el presidente de ese entonces, Mauricio Macri. En ese momento los indicadores daban un 35,9 por ciento de la población bajo la línea de la pobreza y una clase media debilitada. Pasó en los 90 durante el gobierno de Carlos Menem, cuando además de medidas de protesta el movimiento estudiantil realizó acciones solidarias. Pasó en el 69, en Córdoba, en unidad con el movimiento obrero contra la dictadura de Onganía.

El movimiento estudiantil ha aportado a lo largo de la historia la chispa de rebeldía y el empuje por torcer el destino característicos de la juventud que necesita cualquier movimiento político para cambiar la historia. 

Pero en este presente hay, por lo menos, una novedad que surge a partir de la escalada de violencia impulsada por el discurso y las medidas del gobierno, por las nuevas formas de discusión constante y explícita que plantean las redes sociales, por el descreimiento generalizado a la pacífica discusión política y los dirigentes. 

La novedad de este contexto, y una de las razones principales que explica el triunfo de Milei en las últimas elecciones, es la exacerbación del individualismo causado por la fragmentación social. Todo tiene cada vez más diferencias, es cada vez más complejo identificarse con otros, el diálogo parece estar constantemente interrumpido por el reflejo en las pantallas. El interrogante que atraviesa toda lucha política tiene que ver con cómo unir, dónde encontrarnos. 

Hoy, un día después de que se aprobara el veto a la ley de financiamiento universitario, parece atisbar una cuestión cohesionante: Lucía, Marcos, Paula, Pato, Franco, Abi, Manu, los millones que salieron a la calle el 23 de abril y el 2 de este mes, los trabajadores a los que les alcanza cada vez menos, los jubilados, las feministas y muchas y muchos más estamos –y me disculpo por lo complejo de la metáfora– hinchadísimos las pelotas.

Publicado en el semanario El Eslabón del 12/10/24

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