Ni bien abro los ojos, salto de la cama, –por costumbre nomás. El suave frío de la mañana me ayuda a darme cuenta que ese apuro ya no es necesario. Rumbo al baño paso frente a los dormitorios que eran de mis hijos. Me detengo un instante frente a las puertas cerradas, ahora son espacios sin sentido. ¡Qué porquería es la nostalgia! —hu00biera dicho mi mamá. Abro la ducha y me siento en el inodoro y espero que el vapor se haga más y más denso. Hago pis. Intento mirarme en el espejo, mi figura es un bulto indefinido ¡Mejor! —me digo. Por suerte el agua arrastra la tristeza inútil que traen los recuerdos. Canto con voz fuerte una canción que tengo en la punta de la lengua, El necio, de Silvio Rodríguez y me enjabono despacio del cuello a los pies. Cierro el grifo y me seco, me descubro más animada. Tengo que pensar qué voy hacer con mi vida de ahora en más, cosas mínimas. Superpoderes nunca tuve, sólo un entusiasmo empírico por cambiar el mundo.
Tampoco voy a ponerme a llorar. “Yo no sé lo que es el destino
Caminando fui lo que fui…”.
Una nueva etapa, una buena ocasión para escapar de la telaraña de la rutina.
Hace un tiempo, una amiga me contó que, acá nomás, hay una casa en la que venden todo tipo de trajes y disfraces, que es cuestión de ir y elegir uno que te guste. Supongo que esa es una buena opción para afrontar este desafío. Como los héroes de las películas, refugiarme bajo un disfraz.
El local está abarrotado de trajes. Busco en los percheros. No sé cuál elegir, uno que cuando me lo ponga se transforme en mi máscara, mi nueva identidad.
Descuelgo varias perchas y le aviso a la vendedora que paso al probador. Ni bien empiezo a medir me pregunto qué tipo de injusticia voy a atacar. Porque capaz que eso me ayuda a decidir que disfraz elegir. El universo de cosas a corregir en el mundo es interminable… Así que voy a guiarme por estética pero sin descuidar la comodidad. Una remera elastizada negra con lentejuelas, un pantalón o calza estampada y una capa también negra. Mis zapatillas de running están bien. Me miro en el espejo, me gusta. Salgo del probador y le pido a la chica algo para cubrirme la cara, me pregunta para qué evento quiero el traje.
—Una fiesta con amigos —le respondo sin dar más detalle.
Me muestra varias máscaras de látex. Elijo una con aspecto desagradable, monstruoso.
La pruebo, efectivamente es desagradable.
Así vestida salgo nuevamente a la calle. Pienso cómo darle forma a mi plan. Podría suceder algún imprevisto que me otorgue un superpoder. Me divierto con ese pensamiento y de pronto un hombre en moto se me pone a la par. Primero me sorprendo pero el tipo me invita a subir. Sin pensarlo me monto en el asiento de atrás, capaz qué así llegan los superpoderes, ¡yo qué sé!
—No tengo casco — le digo acercando mi boca a su oreja, mientras me ocupo de acomodar bien la capa para que la rueda no la enganche.
Mi comentario, no le importa en lo más mínimo, o quizá el potente escape de la moto le impide escucharme.
Él lleva la indumentaria apropiada. Lo abrazo, no porque tenga miedo sino para que nuestro andar sea más armónico. Quisiera saber dónde vamos, pero con el ruido me cuesta hacerme oír.
Paramos en un semáforo y ahí aprovecho a preguntarle.
—¿A dónde vamos?
—¿Escuchaste hablar de LICUECEL?, la liga contra el uso excesivo del celular, aclara.
—No, para nada.
Recorremos las calles del centro, yo estoy cómoda, me dejo llevar sin saber a dónde ni para qué, probablemente el disfraz tenga algo que ver con este bienestar.
—¿Alguna vez robaste?
—Bueno alguna vez, algo en un súper, nada importante —digo.
—Si querés te explico.
—¿Qué cosa?
—Lo que hacemos en la liga.
—Contáme, aunque no estoy segura de querer hacerlo.
—Nuestro blanco son los pelotudos y pelotudas que no miran otra cosa que la pantalla del celular, cruzan las calles, caminan por la ciudad sin mirar a nadie ni a nada. A lo sumo y de vez en cuando algo les resulta atractivo, entonces usan el celular para sacar una foto, a esa flor o lo que sea que no saben abarcar con la mirada. Se juntan con amigos en la mesa de un bar y no levantan los ojos del teléfono. En el cine, en la escuela siempre la cara apuntando a la pantalla.
—¿Hay que usar revólver?
—No, sólo con las manos.
Es un momento. Cuando se dan cuenta ya están mirando el vacío. Recién ahí la sorpresa los obliga a mirar el mundo que los rodea. Miran azorados, tratan de entender lo que pasó. Se desesperan. Gritan, piden ayuda, quieren rescatar lo más valioso, ese aparato creador de toda la felicidad que llena sus vidas.
Para ese momento nosotros ya estamos lejos, perdidos en la ciudad,
—Yo acabo de estrenar este traje, quisiera hacer una prueba para ver si funciona.
Él arranca la moto y me pide que esté atenta y no me preocupe.
Damos varias vueltas y frente a la luz roja del semáforo me señala un tipo que cruza la calle y se ríe, imagino que está viendo algo gracioso en el celular.
—Ese, es un posible candidato, me dice.
En realidad yo no necesito más explicaciones sobre el blanco de nuestro accionar. Lo que me intriga es: qué y cómo tengo que hacer.
Arranca la moto, mientras me señala una mujer joven que mira el celular indiferente a los gestos del bebe que lleva en el cochecito.
—Hay que ser precisos. No queremos que alguien se lastime. La sorpresa está de nuestro lado.
El arrebato es limpio y preciso. Acelera y cuando escucho el grito de la mujer, ya estamos a más de cincuenta metros. La veo gesticular entre tres o cuatro personas que la rodean. Mi compañero estrella el celular contra el pavimento, un colectivo que viene detrás de nosotros lo aplasta sin atenuantes.
—No robamos —dice enfático. —Le hacemos un bien a esta sociedad enferma. Nadie mira a la cara a los demás, ni el paisaje, ni las bellezas ni las bajezas de la ciudad.
Una pareja joven avanza tomados de la mano sin hablar. Cada uno metido en su celular.
—Vos te encargas de ella y yo de él —me avisa— y sin esperar mi respuesta, avanza sobre ellos. Con un manotazo certero y al mismo tiempo los dejamos con las manos vacías. Todo sucede tan de prisa que no recuerdo cómo lo hice. Mi compañero estrella el celular delante de la moto y para completar el trabajo pasa las dos ruedas encima, el aparato se hace añicos. Yo sigo con el de la chica en mi mano. No me animo a destruirlo. Vaya a saber cuánto le costó comprarlo —pienso.
—Tiralo de una vez — me ordena mi compañero sin gritar. Y ante mi falta de acción me lo saca de la mano y lo estrella contra el pavimento, las ruedas de la moto terminan de destrozarlo.
Llegamos al punto de partida, él no se saca el casco, ni yo la máscara.
—El sábado voy a pasar a la misma hora. Ya sabes cuál es la misión, si te interesa ser parte de la liga, esperame en este lugar. Si no estás, gracias igual. Y nos despedimos con un choque de puño.
De vuelta en casa me saco la máscara, ¡qué alivio! Prendo la tele. En varios canales repiten imágenes y testimonios de las víctimas y testigos de unos motochorros.
Tengo sed y voy a la heladera a servirme un vaso de gaseosa, le pongo hielo y aunque no tomo alcohol hoy necesito algo fuerte. Me acuerdo que en algún lado hay una botella de gin que dejaron los chicos, no sé si me gusta pero cuando la encuentre voy a probarlo. Desde donde estoy miro las imágenes en la TV, con la máscara por suerte estoy irreconocible. El sabor de la gaseosa con el gin me reconforta.
Suena el celular, es una llamada de mi hijo, atiendo aterrada que me haya reconocido.
—¿Mamá, todo bien?
—Hola amor, sí, bien, ¿pasa algo?
—¿Estás en casa?
—Si
—Si llegas a salir, tené ojo, parece que andan unos locos que le roban los celulares a la gente.
Sus palabras me sorprenden.
Agrego otro poco de gin en el vaso, ¡uh qué rico!
—Mami, ¿pasa algo?
—No bonito, no pasa nada.
Mi hijo sigue hablando, ya está más tranquilo. Nos despedimos.
Me tomo todo lo que queda en el vaso.
Acomodo la máscara y la capa con cuidado en una caja. Por ser la primera vez, no estuvo nada mal —me digo.
La botella de gin está casi vacía, antes de ponerla en la alacena me fijo el nombre grabado en letras rojas contra la etiqueta blanca, así mañana compro otra.
Foto: Daiana Lavalle
Publicado en el semanario El Eslabón del 05/10/24
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