El viento empuja. Voy hasta la esquina para tener doble chance. Colectivo, taxi o lo que pase. Nada. Lo que pasa es el tiempo y sé que voy a llegar tarde. “Ejercer nuestro arte con conciencia y dignidad”, el juramento hipocrático cae como una cruz sobre mi espalda. Abrazo al portafolio con la necesidad de defenderme del ventarrón. Llevo puesto nada más que el ambo y un sweater. Es molesto andar con camperas y copar la guardia de objetos. Más de una vez reniego con algún que otro enfermero, algunos son un cachivache y te dejan los inyectables arriba de la camilla. Pensar que cobran más. Años de universidad para que un enfermero te apoye las jeringas y te enrostre lo mediocre que sos. A veces un gesto alcanza para saber dónde estás parado. Tal vez lo mejor sea pasar el parte de enfermo. Soltar la cruz al menos una sola vez y que Hipócrates se la meta un ratito en la válvula rectal media, para no decir en el medio del ojete. El viento en esta esquina se torna ridículo. Hasta la avenida son tres cuadras. Ahí tengo que encontrar algo. Hay pibes tirados como hormigas dispersas. Es una especie de previa de cómo llegan al hospital. Rotos. Cinco años de gritos, peleas, llantos, reproches. Todo desde el otro lado del biombo de acrílico que divide la guardia de la sala de espera. El biombo que divide mi sacrificio del dolor ajeno. 

Espero en la orilla de la Esso. Daba por hecho que acá iba a haber un coche. Nada. Dos empleados, sentados, parecen esperar un Fórmula Uno con sus camperas inflables y gorras con logos de diferentes marcas: Marlboro, Ferrari y una que no llego a reconocer; será una marca de aceite supongo. Les pregunto si conocen el horario de los colectivos. 

—A esta hora olvídate –dice uno de los muchachos. El otro permanece con la mirada al frente, como si esperara en boxes a Senna, a Mansell. Vaya uno a saber. Tirito de frío. Me meto en la estación y pido por una cabina. 

—Pasá por la dos –grita la piba de la caja mientras prepara un café. La bruma parece perderse en sus fosas nasales, tiene cierto aire a Marixa Balli. Sus tetas enmarcan las garras del tigre de Esso en la remera roja al cuerpo. En la tele aparecen dos tipos que se abrazan en el medio de una autopista. Inmediatamente, la placa roja: 

SE MATÓ RODRIGO

Ahora la pantalla está dividida. De un lado el llanto de la Tota Santillán; del otro, Él, vigoroso, en un ring. Rodrigo tira piñas al aire y aunque la tevé esté en silencio puedo sentir su voz en mi cabeza. 

—Pasá por la dos –repite con un dejo de cansancio. 

—Sí, perdón –le digo al clon de Marixa. 

Marco los números de taxi que conozco. Nada. Busco en la guía telefónica, pero no puedo correr la vista del tevé empotrado. En la parte derecha lo muestran en Cuba con el Diego. Del otro lado la camioneta roja hecha un bollo. Mejor, me comunico con el hospital. Intento varias veces hasta que doy con el conmutador y marco el sector de personal. Atiende una mujer, su voz no me suena conocida. El no voy me sale con un tono entrecortado. Cuelgo. Mejor así. No hubiese sabido qué explicar. Repaso mis ojos con las yemas de los dedos. Libero una anfeta del portafolio, salgo de la cabina y manoteo un agüita mineral. Saco la plata para pagarle a la piba y relojeo el tigre de Esso que salta desde su remera. Le consulto si sabe cómo fue. 

—¿Qué cosa? –pregunta con el ceño fruncido. 

—La muerte de Rodrigo. 

—No sé señor, acá tiene–. Me da el vuelto. 

El cielo tiene otro matiz, algo matinal pero todavía la madrugada no se termina de apagar, las luces de calle siguen encendidas. Tiro la botella de agua en el tacho de la esquina y vuelvo en dirección al departamento. Hago una parada en el minimarket. 

—Hay que calentar el garguero –le digo al flaco que atiende y señalo la petaca.

—Son siete pesos, jefe –dice. 

Trato de traspasar la mano entre medio de los dos caños de la reja para agarrar la botella, pero los nudillos se traban en el intento. El flaco con sus dedos púberes sí lo logra. Le entrego el billete. Tengo ganas de decirle algo de Rodrigo, no sé qué cosa. Me pregunta si quiero algo más y le respondo que no. Desenrosco la tapa, la aplasto con los dedos y le pego una volea al medio de la calle. Trago y escupo hasta acostumbrarme al sabor del coñac. En dos cuadras liquido la petaca. El viento es el mismo, esta vez me genera cierta satisfacción atravesarlo. Pienso que no me quedó nada en el depto para tomar. Vuelvo al minimarket y pido otra. 

—Así tengo para dormir pipón, pero esta vez una Pluma de menta –le digo al flaco. 

Cometo la misma torpeza con la mano y él resuelve. 

—Viste que murió Rodrigo.

El pibe hace un leve arqueo de cejas, más de cansancio que de lamento. Esta vez, cuando le quiero dar una volea a la tapa, me pego con el portafolio en la rótula, la tapa cae al lado de mi pie izquierdo. Puteo en colores. Apoyo el portafolio en el piso junto a la botella. Verifico la capacidad de enderezar mi rodilla, la palpo y sigo.

Paso de largo la puerta de mi departamento y entro en el bar de al lado. Me acomodo en la barra. Suena Pappo. Una pareja se retira, ambos usan camperas de cuerina gastada y se suben a la motoneta que tienen como si fuese una Harley. Pido un toc-toc.

—Sale sin limón y sin sal –dice el pibe detrás de la barra.

—Entonces es un tequila –respondo. 

Pasa la rejilla por la barra obligándome a levantar los codos. Tiende el trapo en su hombro y apoya las dos manos en el mostrador. Le pido que me lo prepare. No me dura un trago.

—Viste que murió Rodrigo –digo.

El pibe rejilla se aleja con su trapo en el hombro. Parece no escuchar. 

En el bar casi no queda gente. Una mujer me merodea, choca el portafolio con sus botas altas. Ladea todo el cuerpo menos el culo que es como una piedra preciosa y firme. Se acomoda en un taburete en la otra punta de la barra, me mira de reojo y sigue la charla con su amiga, una colorada de tintura que también es una bomba nuclear. Sus bellezas se deslizan por mi córnea hasta llegar a mi pupila y no paran de perforarme el nervio óptico. Se me ocurre escribir esa mersada en una servilleta de papel y se la paso al pibe rejilla. La reciben. El estruendo de sus risas llega como un eco. Se mueven a la par y tararean un cuarteto que va a contramano de Ruta 66 de Pappo. Le doy un trago seco al toc-toc. Pido otro tequila. El pibe rejilla pasa el trapo cerca de mi codo, esta vez no lo levanto. Sirve el trago y me devuelve la servilleta que envié, en el reverso aparece un corazón flechado y dos nombres en el centro: Dalila y Marilin. Debajo dice: Aguante el Potro. La música se detiene. Levanto la mirada. Vienen hacia mí. De lejos se las veía de mejor semblante. De cerca se las ve con los ojos vidriosos. 

—Nos vamos, enfermerito –dice la de tintura colorada.

—Doctor –respondo, aunque no creo que hayan escuchado. 

Las dos salen tarareando al unísono “busco un amor, amor que nunca encontré pero lo sigo buscando”. 

Llamo al pibe rejilla, le pido la cuenta. Dice que esto se parece al bar de Star Wars. No entiendo la metáfora, si es que la hay. Nunca vi Star Wars. Me empieza a hablar de la muerte de Rodrigo, de cómo fue, la hora, Olmedo hijo, recital, cena, Ford, la Tota, y no sé qué cosas más. Palabras que caen lentas, como mis gotas de transpiración. Me llevo la mano a la frente, hiervo. Suelto el billete y le digo al pibe que se quede con el vuelto. Salgo. Una leve niebla difumina el horizonte. Ni Dalila, ni Marilin. Nadie. La persiana baja con lentitud. El pibe rejilla me guiña el ojo desde la ventana del local. Miro la escena hasta que la persiana llega a la nuez de Adán del pibe rejilla.

Subo los seis pisos por las escaleras del depto. En cada escalón siento una pequeña molestia en el posterior de la rodilla. A la carrera tiro el portafolio sobre los pies de la cama. Froto mi rótula. Se me viene la imagen de sus cabelleras, esos ojos tan decididos, las cuatro piernas brillosas. Viene un sube y baja en la garganta. Amago a abrir el portafolio con la idea de buscar algún Reliverán y parar la bronca, sólo amago. Sube más la marea, me bamboleo hacia el baño, hago un intento, no sale nada. 

¿Cómo murió? 

Abro la bragueta y riego mis piernas. Me agacho para beber del pico de la canilla. El agua sale con gusto a jabón

La Ford Explorer perdió el control. 

Otra vez ese sube y baja en la quijada. Me recuesto en el piso, el apoyo de la nuca sobre el cerámico me da una especie de escalofrío. 

La Tota, Olmedo, la cena. 

Me siento en la cama. Imploro por un poco de aire en el cerebro que me deje pensar con claridad. 

Hemorragia, como siempre. Seguro. Es eso. Murió por eso.

Lanzo un chorro de vómito por la canilla de mi boca. Me siento contra la pared fría para calmar el sofocón. El despeje de sustancias me despabila. Abro los ojos. Tenue. Los músculos quedan en tensión. Trato de ser consciente de cada movimiento articular. Las enartrosis del hombro y la cadera se elevan. Giro el cuello, las articulaciones rotatorias van bien. Pongo en movimiento todas mis bisagras. A la rodilla le hace falta un poco de W40. Abro la cortina, el reflejo del sol hace que me vaya hacia atrás. Tapo con papeles el vómito, siento unas arcadas leves. No tengo fuerza para lanzar otra vez. Esquivo los papeles secantes y enciendo la tele. La madre de Rodrigo aparece con gritos, gritos que escuché más de una vez del otro lado del biombo que divide la guardia de la sala de espera. Esa madre no puede parar. Habla Beatriz Olave, dice la placa. El labial corrido en su boca es tan grande como su dolor. Pongo la tevé en mute.

Foto: Fátima Barrera
Publicado en el semanario El Eslabón del 12/10/24

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