A la hora de diseccionar el ordenamiento interno del dispositivo que discute poder real con los Estados nacionales, caracterizarlo como “tecnofeudalismo” termina siendo un elogio inmerecido. Hasta los señores feudales eran más benévolos que las mega high tech y el capital financiero asociados.

La irrupción en la economía real de las grandes corporaciones tecnológicas debe convocar a un profundo y razonable análisis político y económico. Los motivos no son intrascendentes: La envergadura y carácter global de esas compañías; la velocidad con que fueron logrando determinados saltos tecnológicos; la cotización exorbitante de su valor financiero bursátil; y, especialmente, la autonomía relativa de su accionar respecto de la actual legislación y regulaciones estatales.

Los primeros ensayos respecto del control del Estado sobre la investigación científico tecnológica de corporaciones como Microsoft, Google, Apple, Meta, Amazon –entre un puñado no mucho más grande– se enfocaron en los riesgos de dejar librados esos desarrollos al afán de lucro de esas mega empresas. Los avances en materia de aplicaciones basadas en la Inteligencia Artificial (IA) desplazaron ese eje, apuntando a los peligros que implican esos saltos tecnológicos en diversos ámbitos de la vida pública y privada.

El enlace entre esas mega high tech con el universo de las finanzas transnacionales, el carácter de la ofensiva de esas corporaciones para lograr una total desregulación –que incluye exenciones impositivas hasta ahora impensadas– por parte de los gobiernos, y la fortísima crítica al propio rol del Estado nación, hicieron proliferar las nociones o teorías que postulan una suerte de retroceso al precapitalismo, e incluso un viaje en el tiempo al feudalismo.

En la Argentina, desde la irrupción de Javier Milei en el escenario político real, se presume que su tesis de destruir al Estado desde adentro como un topo tiene sentido y es acompañada por el bloque de poder dominante.

No sólo eso, se asocia este embate contra el modelo de organización social que aún sobrevive a los ataques sufridos desde 1955 hasta la actualidad con otras ofensivas que se presentan en el mundo, en las que las corporaciones tecnológico financieras se encuentran en lucha franca con el sistema de Estado nación que sobrevino al feudalismo.

En el orden global, ese aspecto del conflicto en ciernes –el de corporaciones vs Estado nación– llevó a diversos teóricos que observan la catarata de retrocesos respecto de derechos y atribuciones otorgados por el Estado a plantear ese proceso como un retorno al sistema feudal.

Por eso resulta conveniente repasar algunas características del feudalismo, porque pareciera que algunos de esos teóricos no reparan que incluso los señores feudales eran más benignos que las corporaciones high tech y sus buitres financieros asociados.

¿Tecnofeudalismo sí o no?

El feudalismo tuvo algunas características que resultan imposibles de soslayar. En principio, fue predominante como sistema social, político y económico a lo largo de parte de la Edad Media –entre los siglos IX y XV–, y tuvo como uno de sus rasgos destacados el sistema de vasallaje.

Pero básicamente, el feudo constaba de un contrato. Un pacto asimétrico, pero finalmente un acuerdo entre dos sujetos: el señor feudal y el vasallo. La relación entre estos es determinante para entender la distancia que habría entre el feudalismo y lo que se observa como un proceso en desarrollo en la actualidad.

El pacto feudal establecía que el vasallo recibía una porción de tierra para habitar y explotar. Además, y a cambio de una relación de dependencia, el señor feudal ofrecía al vasallo protección militar frente al enemigo que pusiera en riesgo esos bienes. El vasallo, asimismo, debía pagar tributo de su cosecha o producción, el denominado señoreaje.

En el feudalismo la sociedad estaba dividida en tres clases sociales bien diferenciadas: la nobleza, el clero y lo que se denominaba el Tercer Estado o el estado llano.

Otro de los rasgos característicos del sistema feudal fue que el poder era descentralizado. Los nobles ejercían ese poder organizados en feudos, con relativa independencia del monarca, aunque los señores feudales le rendían extrema lealtad al rey.

Finalmente, el feudalismo se desarrolló en medio de guerras sangrientas, fue azotado por epidemias dantescas y fue una etapa de la historia en la que el avance científico fue poco menos que nulo. Fue, para muchos historiadores, la “Edad Oscura”.

La teoría del tecnofeudalismo no es nueva. Ya en 2014 se conocieron artículos que abordaban el concepto. Pero aquella teoría resurgió fundamentalmente en estos tiempos de vertiginosos desarrollos tecnológicos.

La publicación, este año, del libro de Yanis Varoufakis Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo, reimpulsó con vigor esa teoría. En menos de 300 páginas, el economista griego sugiere que “el capitalismo ha muerto y el sistema que lo reemplaza no es mejor”.

El autor, en pocas palabras, indica que “las dinámicas tradicionales del capitalismo ya no gobiernan la economía. Lo que ha matado a este sistema es el propio capital y los cambios tecnológicos acelerados de las últimas dos décadas, que, como un virus, han acabado con su huésped”.

La arquitectura argumental es atractiva. En este mismo medio, hace dos semanas, se remarcó que “Norteamérica (y con ella Occidente) se está engullendo a sí misma, se autofagocita, es el caníbal de su propia carne, un monstruo que se encoge sobre sí mismo y se automutila para alimentarse de lo que acumuló durante siglos a costa de buena parte de un mundo que la mayoría de sus habitantes desconoce”.

Yanis Varoufakis, ex ministro de Finanzas de Grecia

En la presentación del ensayo de Varoufakis se precisa que el economista dedicó años de estudio a “desentrañar el origen y la transformación del sistema económico mundial”. Y concluye que “los dos pilares en los que se asentaba el capitalismo han sido reemplazados: los mercados, por plataformas digitales que son auténticos feudos de las big tech; el beneficio, por la pura extracción de rentas”.

El segundo término de ese binomio es correcto: el capitalismo de producción de bienes fue desplazado por el financiero, aunque no lo haya reemplazado. Pero el primero no tiene asidero en la economía real: lejos de convertirse en feudos, las plataformas digitales son apenas un elemento del capitalismo financiero, que se nutre de las corporaciones tecnológicas para acumular renta, pero está a años luz de constituir un tecnofeudalismo.

Para Varoufakis “los nuevos señores feudales son los propietarios de lo que llama «capital de la nube»”, los usuarios de las plataformas serían los nuevos siervos o vasallos, como en el medioevo, y “este nuevo sistema de explotación es lo que está detrás del aumento de la desigualdad”.

Para desarrollar esa hipótesis, el griego se sirve de ejemplos “que van desde la mitología griega y (la serie) Mad Men hasta las criptomonedas y los videojuegos”, y la editorial sostiene que el libro “ofrece un arsenal analítico de valor inestimable para poder esclarecer la confusa realidad socioeconómica actual”.

Sin embargo, Varoufakis parece desconocer algunos aspectos que alejan al sistema económico actual del modelo feudal. Éste, lejos de la concentración globalizada que propone el capitalismo financiero asociado a la tecnocracia que conduce a las high tech, era absolutamente descentralizado, como se explicó más arriba.

Por otra parte, hasta los señores feudales tenían la contemplación de dar cobijo a sus vasallos, otorgándoles una protección que en modo alguno las corporaciones ofrecen a usuarios y clientes, a quienes desamparan en forma absoluta.

Quienes serían, para Varoufakis y otros teóricos, los nuevos señores feudales, en lugar de rendirle lealtad o fidelidad a sus monarcas, se empeñan en librar una guerra contra las estructuras del Estado nación, ya sea para reducir o directamente evitar todo tributo, gabela o impuesto, o bien para presionar en pos de desregular tanto los desarrollos tecnológicos como la circulación del capital financiero.

Que las corporaciones tecnológicas hayan creado una moneda como el cripto nada tiene que ver con el señoreaje medieval. Para desacreditar ese tópico, sólo basta con ver cómo se desarrolla la lucha entre la preponderancia del dólar y las alternativas que plantean los estados que conforman el Brics para terminar con ese chantaje monetarista occidental. El cripto es por completo marginal en este esquema, e incluso ha sido bloqueado con éxito en su desarrollo por potencias como China o Rusia.

Pareciera que lo que quiere emerger como sustituto del capitalismo tradicional, y viene intentándolo desde hace décadas, es un Estado paralelo a los estados nacionales, no para reemplazarlo en su faz burocrática o legal, sino para someterlo a sus designios, regidos por la codicia rentística, con base en el desarrollo tecnológico que operan las corporaciones high tech.

Tal vez en lugar de tecnofeudalismo de lo que se trata es de tecnocapitalismo. La reducción y sumisión del Estado nación a un rol formal, ya que éste terminaría tributando con leyes y políticas que resultarían por completo funcionales a las demandas e intereses de las corporaciones tecnológicas y financieras.

Batallas en curso

Hay pruebas de esto, y algunas ya han sido bosquejadas en esta columna. Sólo en los últimos meses, distintos países tomaron decisiones que impactaron en forma directa en el corazón de las grandes empresas tecnológicas, y se han producido cambios profundos en las legislaciones de naciones que pugnan por ampliar sus decisiones soberanas, como en el caso de México, con una reforma constitucional audaz, cuyo contenido conmueve muchos resortes centrales del poder permanente y generó fuertes resistencias corporativas.

Claro que uno de los mayores triunfos simbólicos del liberalismo es imponer la tesis de que el Estado debe circunscribirse sólo a las funciones que le asigna el poder económico, y de algún modo lo viene logrando con el apoyo de buena parte de las víctimas de esa jibarización del rol y el alcance de las políticas públicas.

Sin embargo, algunas batallas que se vienen librando en los últimos tiempos dan lugar a la esperanza. La fortaleza con que el gobierno de Brasil hizo hincar de rodilla a la corporación liderada por Elon Musk cuando ésta quiso desafiar las leyes de ese país es un ejemplo de ello: tras una batalla legal que duró meses, la red social X del mega billonario sudafricano tuvo que acceder a las disposiciones de la justicia brasileña.

Y lo hizo para poder sostener su funcionamiento en uno de sus mercados más grandes de la región, no por apego a la legalidad ni por respeto al rol del Estado como rector de las relaciones sociales, políticas y económicas.

Autodegradación

Es interesante seguir con detenimiento algunos pronunciamientos de dirigentes occidentales que están tomando nota del avance de las corporaciones sobre los estados nacionales.

Uno de ellos es el alemán Michael von der Schulenburg, miembro del Parlamento Europeo, y alguien que trabajó durante 30 años para las Naciones Unidas –cuatro de los cuales lo hizo para la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE)– y fue jefe de la misión de la ONU en Sierra Leona e Irak.

En un artículo titulado “Por qué la paz global necesita Estados nacionales”, publicado en 2018, el diplomático germano sentenció: “Los Estados-nación deben seguir siendo los pilares para construir un orden mundial estable. La gente parece temer la pérdida de su identidad en asociaciones estatales mayores, y de ahí que se sienta más segura en naciones más pequeñas. Esto explicaría por qué en nuestro mundo globalizado el número de Estados nacionales sigue creciendo, por qué tras la Guerra Fría se desintegraron tantos países y por qué vemos un incremento de los movimientos separatistas, incluso en Europa. La paz y la estabilidad no se conseguirán sin Estados, sino con ellos”.

Es cierto que el interés que motiva a Occidente a la hora de defender con uñas y dientes el concepto de Estado nación es bien diferente del que sostienen los líderes de las potencias multipolares. pero encierra algo en común: las corporaciones y el capital financiero están haciendo todo lo imposible por corroer los pilares del Estado para su propio provecho.

Y el peligro radica en que lo hacen con total irresponsabilidad, porque no tienen un modelo de reemplazo. Les da lo mismo que todo se derrumbe, que el planeta estalle o que mueran por hambrunas o guerras millones de seres humanos.

El problema es que, mientras Occidente no está haciendo lo mínimo indispensable para revertir ese estado de cosas, desde el bloque de potencias multipolares, integrado por China, Rusia, India, Brasil y otros países de importancia global, se está intentando forzar un nuevo orden, con estabilidad, paz y crecimiento económico con justicia e inclusión social.

Respecto de la degradación autoinfligida que sufre Occidente, el artículo “Dos, tres, muchos De Moraes. La soberanía democrática y el capitalismo de redes y plataformas digitales”, rubricada por Javier Ortega y publicada en El Cohete a la Luna, brinda un dato que ilustra el comportamiento del capitalismo en la todavía primera potencia mundial. Se refiere a Alexander De Moraes, el ministro del Tribunal Supremo que doblegó a Elon Musk.

Ortega, en síntesis, precisa que “en Estados Unidos, a mediados del siglo XX, el impuesto a las ganancias que pagaban las grandes corporaciones, una vez que cruzaban el umbral de los 2 millones de dólares de beneficios netos (actualizados al día de hoy) era del 91 por ciento de esas utilidades”. Al actualizar esa data, se entienden algunas cuestiones: “Hoy… aquella tasa impositiva bajó al 37 por ciento”.

Los megamillonarios que permanentemente reclaman desembarazarse de la suela con que el Estado le pondría freno a sus ganancias, deberían ponerse colorados. Pero lejos de ello, sus sueños húmedos son los mismos de Javier Milei.

El punto es que –acota el autor de la publicación– cuando las fortunas yanquis pagaban el 91 por ciento en concepto de impuesto a las ganancias, EEUU atravesaba “la edad de oro del capitalismo, con el máximo bienestar para ciudadanas y ciudadanos de los países desarrollados. La época de liderazgo productivo y tecnológico indiscutido de la superpotencia norteamericana”. Y agrega que ahora, cuando la tasa alcanza el 37 por ciento, “a Estados Unidos ya le surgen antagonistas que le disputan esa primacía”.

El liberalismo puro y duro norteamericano argumenta que ese proceso es evolutivo y demuestra que el capital pudo desarrollarse con mayor eficiencia sin la negativa presión del fisco. Omite un elemento clave: el bienestar de las grandes mayorías en ese país sufrió una degradación fenomenal, y los únicos beneficiados fueron los magnates de las grandes corporaciones.

Volviendo a la Argentina, que para nada es ajena a todo este proceso que se viene describiendo, el fenómeno desplegado por Milei toma nota de varios de estos movimientos tectónicos que replican en el vientre del mundo.

Los creyentes del núcleo duro que aún bancan a Milei creen que están viviendo algo nuevo, incluso fundacional. Es un error, claro, este experimento atrasa, es rancio, ya se aplicó y fracasó. Si no lo saben, deberán enterarse. El problema es que esta gente tiene un problema con la historia, con el conocimiento, con el aprendizaje de los procesos históricos. Los niegan, los eluden o sencillamente los desconocen.

¿Se vuelve de eso? La esperanza que debería cultivar la política es que muchos de estos jóvenes terminen entendiendo que este experimento es inviable porque no tiene en cuenta los factores humano y social.

Tal vez, cuando vean que afuera de esta burbuja tóxica creada por Milei hay un mundo, y que ese mundo no funciona como ellos quieren, caigan en la cuenta de muchas cosas. Entre otras, que no pueden ni quieren dejar de vivir con el Estado. No del Estado. En convivencia con un Estado que vuelva a ser el acompañante terapéutico de todo lo que quedará dañado de la sociedad post Milei.

Hoy, este gobierno vive del Estado de la manera más bochornosa que puede hacerlo. Sólo hay que verlo, algo muy difícil para quienes creen estar viviendo una revelación. Los procesos que se desarrollan a nivel global, por imperio del negacionismo de Milei y su secta, tienen a la Argentina ausente o, peor, con la peor de las presencias: sumisa a los intereses de una potencia en declinación y una nación guerrerista como Israel, que está cometiendo el más brutal genocidio del siglo XXI en Gaza.

Más aislado no se consigue. Y cabe esperar que se pague muy caro si no se tuerce el rumbo de colisión que muestra un Titanic anarcolibertario en el que la libertad no avanza.

Publicado en el semanario El Eslabón del 19/10/24

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