Las generaciones que tuvimos que transitar los 80 y los 90 entre niñez, adolescencia y juventud, vivimos entramados en diferentes mitos que nos configuraban la existencia desde el punto de vista simbólico. Algunos, propios de los países en que vivimos; otros, propios del cine y de los medios de comunicación, algunos nacionales y otros coloniales, algunos contraculturales y otros de neto corte de control social. Había un contrapeso, ya existía una asimetría entre los dueños del poder real, que coincidían con los dueños de la industria cinematográfica primero y luego de los medios de comunicación, y a los que se sumaron los dueños de medios digitales, que responden a los mismos intereses de clase. 

Oscilábamos entre ser Maradona y Rocky Balboa, conocimos a muchos personajes de la historia a través de las películas de Hollywood, en versiones caricaturescas según la conveniencia política del momento. Los malos fueron los mexicanos de sombreros y bigotones primero. Pancho Villa fue el más estigmatizado en las películas de western, luego fueron los alemanes en las películas de la Segunda Guerra Mundial, y así pasaron por los barbudos cubanos, los rusos comunistas, los vietnamitas, los chinos, los musulmanes. Lograron durante años que podamos identificar en rasgos raciales, culturales o religiosos algún enemigo identificable, quién fuera culpable de todas nuestras desgracias.

No debemos subestimar estos detalles a la hora de pensar el por qué gran parte de la población apoyó dictaduras o gobiernos que abiertamente los perjudicaban. En última instancia, la mayoría de las películas que veíamos terminaban bien, y siempre ganaban los buenos luego de muchas peripecias. Cómo no íbamos a pensar que quienes defendían todos esos buenos principios, aliados a los Estados Unidos de América, eran quienes nos iban a hacer cumplir el sueño de vida americano.

Sin embargo, había otra realidad, que quienes tuvimos padres y madres que militaron en los años 70, que participaron en política, o sindicalismo, en organizaciones de bases, o guerrilleras, a quienes el relato heroico del Che en Bolivia, los fusilamientos de José León Suárez, la masacre de Trelew, nos generaban un nudo en la boca del estómago, y otro en la garganta. Esa vida que oscilaba en los márgenes del silencio y del grito salvaje, que eran una frontera entre la civilización del hombre nuevo, del mundo mejor, y la barbarie del plan Cóndor, de la Escuela de las Américas, de la picana, del asesinato, de las desapariciones y del robo de bebés. Pensábamos que la ideología se jugaba en eso, pero era más que eso, era la existencia entera de personas de carne y hueso que se veían enfrentadas, en todos los ámbitos por discursos y por proyectos de vida. Por eso fue entendible que mucha gente creyera en la teoría de los dos demonios.

Aún así, estas formas de relaciones se construyeron al calor de la militancia, de la presencia, de poner el cuerpo, el pecho en el territorio. Los valores construidos en común tienen características diferentes a los que se construyen hoy en base a la virtualidad. Acompañar a personas de carne y hueso, construir junto a ellos, cocinar lo que se pueda para que alcance para todos y todas, no es igual a afirmar. Contar con tus compañeros y que tu vida dependa de eso, es muy fuerte, no es lo mismo que un emoji de corazoncito. Sin subestimar cada una de las expresiones, el compromiso que se asume con el cuerpo es diferente a la narrativa discursiva de las redes sociales. 

El encierro de la población sobre fines de los 90, producto de la inseguridad en los medios, el auge de los medios digitales, de las redes sociales, de las relaciones mediatizadas produjo una percepción diferente, ya no asociada a los tiempos de la presencialidad, sino a la vertiginosidad de la simultaneidad, y a una liviandad que fue acompañada de justificación permanente en la filosofía New Age, proliferando el no compromiso, el soltar, la negación del conflicto, y sobre todo, el deseo puesto en el consumo, y ya no en la construcción de relaciones sociales. No hay que perder de vista que los deseos se fueron formateando con los años, y que las cosas que deseábamos, estaban empapadas de vida y se convivía con el conflicto, lo que nos permitía no romper.

Asistimos a las generaciones de cristal, pero no son sólo los jóvenes. Los adultos nos hemos vuelto de cristal, y los viejos. Todas las generaciones avanzan descontroladamente hacia la intolerancia, hacia la construcción del enemigo, sin saber que nos importa lo que hagamos, mientras seamos ciegos al dolor ajeno, a lo que lastima, mientras seamos narcisistas, y pretendamos ser resilientes, mientras no aceptemos la diversidad, la diferencia, avanzamos peligrosamente hacia sociedades cada vez más totalitarias. 

Recuperar el sentido del anarquismo, en tiempos en que la derecha se apropió de una filosofía de vida que tiene por objeto la libertad compleja, concreta, que exige mirar al otro y respetarlo, la que se construye socialmente, y que tiene fines más equitativos, y que nos pide altruismo y ser un poco autodidactas, que pretende descolonizarnos. Vamos a mirarnos con esos ojos, no desde el pasado. Con ojos humanos del presente, que valore toda esa contracultura que hacemos día a día, y que le meta sentido político a nuestra postura personal de condescendencia con los demás, sobre todo con los/as que la pasan mal. Y cuando digo pasarla mal no me refiero solamente a lo económico, hoy para mucha gente es más doloroso estar solos/as, que comer una vez al día, es más triste no tener ninguna perspectiva de ser feliz porque nos robaron la ilusión, y la única manera de recuperar la ilusión en un mundo extractivista que te saca hasta las ganas de vivir, es recuperar la magia, y dejar desparramados a todos los ingleses para meterle al poder concentrado el mejor gol de la historia, que es que se enteren que no necesitamos sus sueños de pacotilla, construyendo un afuera, al que escapen todos sus preceptos, sus controles y su nihilismo.

Publicado en el semanario El Eslabón del 26/10/24

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